La alegórica saga de Gene Roddenberry celebra medio siglo con el estreno de una película y la producción de su primera serie en una década. Su nuevo enemigo: el populismo
“El villano de Star Trek : Sin límites es el político británico Boris Johnson. Odia la idea de los planetas trabajando en armonía en una federación”, bromeaba el guionista Simon Pegg, quien también encarna en pantalla a Scotty, antes de presentar la décimotercera película de la franquicia, dirigida por Justin Lin, que se estrena hoy en la Argentina. Y aunque la comparación del malvado personaje de Idris Elba con el exalcalde de Londres -famoso por su apoyo al Brexit y sus declaraciones xenófobas- la hiciera entre risas, su conclusión da con la clave de cómo hace medio siglo esta ficción logró diferenciarse del resto de odiseas espaciales. Entre naves grandilocuentes del siglo XXIII, llamativo maquillaje y la tecnología punta que predijo, Star Trek reflexionaba sobre los problemas que acuciaban a la humanidad del siglo XX.
El 8 de septiembre de 1966, tras un episodio piloto descartado y numerosas discusiones con el canal NBC, por fin sonaba en los hogares estadounidenses la introducción que el creador Gene Roddenberry había escrito para presentar su serie: “El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave estelar Enterprise, en una misión que durará cinco años, dedicada a la exploración de mundos desconocidos, al descubrimiento de nuevas vidas y nuevas civilizaciones, hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar”.
La historia no sucedía hacía mucho tiempo ni en una galaxia muy lejana. Se trataba de una población que, pese a vivir en el futuro, nada menos que 400 años después que los espectadores que se sentaban en el sofá, seguía luchando contra los problemas de siempre. Star Trek era meditación y descubrimiento. “Nos gustaba, y nos gusta, por sus valores sociales, éticos, morales y científicos. Era ciencia ficción pura”, explica Julián Sánchez, presidente del club Star Trek España, que suma 200 seguidores (o trekkies). “Bajo el envoltorio de mundos desconocidos, tocaba temas tabú en la época”, añade. No era complicado captar en sus guiones alegorías políticas sobre el racismo, el pacifismo, la guerra de Vietnam o la corrupción del poder. Roddenberry intentaba demostrar, según explicaba entonces, que “la humanidad llegará a la madurez y sabiduría no solo cuando sea más tolerante, sino cuando aprecie la disparidad de ideas y vidas. Si no disfrutamos de las pequeñas diferencias en nuestro planeta, no merecemos ir al espacio a descubrir su diversidad”.
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“Aunque ya no hay tanto tabú, Pegg vuelve sobre aquella idea”, reflexiona Sánchez. Hoy,Star Trek trata de hablar del Brexit y de discursos populistas, como el del candidato republicano a la Casa Blanca, Donald Trump. Ambos chocan, al fin y al cabo, con la unidad que defiende la saga. Así lo apuntaba hace unas semanas Bryan Fuller, guionista de Voyager que tomará los mandos de la franquicia en la serie televisiva Star Trek: Discovery que se verá en todo el mundo por Netflix: “La individualidad debe ser celebrada. Era el lema de Roddenberry. Sostenía que la humanidad debía aprender a convivir”. Eso no incluye muros, cierre de fronteras ni mítines instando al odio.
“El carácter alegórico de la original se fue perdiendo, aunque la serie Deep Space 9 lo recuperó”, reconoce Sánchez. Este desvío a la acción se hizo todavía más notable con el relanzamiento cinematográfico de 2009, dirigido por J. J. Abrams, cuya franquicia favorita era, en realidad, la más fantasiosa Star Wars. Los puristas criticaron que esta evolución chocaba con los fundamentos originales. “Mi cruzada era demostrar que la televisión no tenía que ser violenta, que no solo las persecuciones en coche son divertidas”, explicaba en su día el pacifista Roddenberry. Las grandes batallas de la Flota Estelar -también por una cuestión de presupuesto- se reservaban para episodios específicos, pero el Hollywood actual ve ese mensaje algo añejo e ingenuo. El idealismo de Superman ya no vende.
Sánchez entiende el conflicto: “Ha dividido a los trekkies, pero ha acercado la franquicia una nueva generación, que ya estábamos bastante mayores”. Aun así, Abrams no duró mucho. Tras dos películas del universo Roddenberry, el director fue reclamado por su añorada Star Wars y decidió pasar las llaves del Enterprise a Justin Lin, director curtido en acción en varias entregas de Rápido y furioso.
Pese a su currículum, Lin logra que Sin límites sea el filme más televisivo y autocontenido del relanzamiento moderno. Su mensaje explora los valores clásicos. La historia separa a los personajes para que aprendan que las diferencias les dan poder, aunque solo juntos podrán acabar con el villano -uno más- que quiere destruir su utopía . La película se convierte, además, en un inesperado homenaje al eterno Spock (Leonard Nimoy), único actor del elenco original que pervivió en las nuevas entregas. Su fallecimiento marca el camino de su sustituto vulcaniano.
Bajo ese mantra de individualidad, los planteamientos morales se dibujaron también detrás de las cámaras. Roddenberry no logró en los sesenta situar a una mujer como segunda al mando, pero sí reunió uno de los primeros repartos inclusivos. “El primer beso interracial apareció en Star Trek. El creador quería tener representados a todos los colectivos. Infinita diversidad en infinitas condiciones”, recuerda Sánchez. Había una teniente afroamericana, Uhura (Nichelle Nichols) y un joven asiático, Sulu (George Takei), que en la nueva entrega es homosexual. La salida del armario ha sido sencilla: al llegar a casa, su marido y la hija reciben con un beso al personaje hoy encarnado por John Cho.
El guionista Pegg justifica la decisión como un homenaje a la inclusividad de Roddenberry y también a Takei, homosexual y activista LGTB. Takei discrepa: “Va contra la creación de Gene. Deberían haber inventado un nuevo personaje gay”, rebatió, antes de recordar que él intentó convencer a Roddenberry de incluir su lucha: “Apoyaba nuestros derechos, pero andaba en la cuerda floja y no podía forzar nada. Nos cancelarían”.