“Que Carlos Eduardo Robledo Puch pase a un régimen menos riguroso para que se vaya preparando para la libertad”, dice el último párrafo del fallo de la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires luego de un pedido del defensor de Casación Ignacio Nolfi.
Este fallo es el principio del fin de los 44 años de cárcel que lleva cumplidos aquel joven de pelo revuelto casi dorado, mirada fría y una remera a rayas: su aspecto en la primera foto que tomó la prensa apenas fue detenido, el 3 de febrero de 1972.
Tenía entonces 20 años, y muy pocos en esos convulsos años 70 podían creer que tras esa máscara aniñada se ocultara el mayor asesino de la historia policial del país. Porque la violencia circulaba por otro plano: caos político, guerrilla, secuestros, atentados, bombas, metralla…
Los periodistas de la sección Policiales (la llamada “crónica roja”), estrictamente referida a los delitos comunes (homicidios, robos, asaltos), ni siquiera sospechaban que un casi–niño les daría una historia macabra, récord, y casi imposible de imaginar.
Tanto, que alguno de ellos lo llamó “El Ángel de la Muerte”: claro contraste entre su cara de inocencia y el espanto de sus crímenes.
Su última salida del penal de Sierra Chica, al que entró en 1977, fue el 10 de mayo de este año: un corto viaje desde su celda, en el pabellón de los homosexuales (lo es, aunque no tiene pareja), hasta la Asesoría Pericial de San Isidro para que una serie de estudios médicos comprobaran su estado de salud.
Fue condenado a reclusión perpetua por 36 cargos: diez homicidios calificados, un homicidio simple, dieciséis robos calificados, dos raptos, dos tentativas de violación y cinco hurtos menores, perpetrados entre mayo de 1971 y febrero de 1972. ¡Menos de nueve meses!
¿Quién era? La contracara del clásico niño golpeado, abandonado, pobre, de una vida de privaciones y resentimiento, que a través de sus crímenes se venga de ese pasado. Nada de eso.
Nacido el 19 de enero de 1952, vivió, hasta que la policía cayó sobre él, en una casa de buen nivel: clase media “acomodada”, como suele decirse, de Vicente López.
Su padre, Víctor Elías, salteño, peronista y orgulloso de su posible parentesco con el prócer guerrero Güemes, era inspector en la empresa General Motors. Su madre, Aída Josefa Habendank, alemana, química, dos intentos de suicidio: quizá una clave que perturbó a su hijo. Ambos murieron muchos años después de los crímenes: ella, en 1993; él, en 2005.
El fallo condenatorio de la Sala I de la Cámara de Apelaciones de San Isidro lo calificó como “un psicópata con plena capacidad para comprender la criminalidad de sus actos”, y las pericias hicieron notar que su origen fue “un hogar legítimo y completo, ausente de circunstancias higiénicas y morales desfavorables”.
Cuidado por su abuela debido al desequilibrio psíquico de su madre, y a pesar de ese “hogar legítimo”, etcétera, su infancia no fue fácil. Víctima de “bullying” mucho antes de que el término se pusiera en boga, los chicos del barrio lo acosaban: le decían “maricón”, se burlaban de su pelo, de sus clases de piano y alemán, codiciaban su buena ropa…
Buen lector de aventuras, devoraba los libros de Emilio Salgari, quería ser militar (su padre se opuso), abandonó el colegio secundario antes de terminar primer año, y se hizo adicto al dinero, los autos y las motos.
A los 16 años robó una moto. Su primer delito. Reformatorio por poco tiempo. Pero preludio de su atroz cadena de crímenes…
Mayo 3, 1971: Asalta una casa de repuestos de autos en Vicente López, mata de dos balazos al sereno, José Bianchi, hiere a su mujer, y la viola.
Mayo 14: El y su primer cómplice, Jorge Ibáñez, matan a tiros en una boite de Olivos al sereno, Manuel Godoy, y al encargado, Pedro Mastronardi, mientras dormían.
Mayo 24: Asesinan a balazos a Juan Scattone, sereno de un supermercado de Olivos, y brinda con Ibáñez: whisky sobre el cadáver.
Junio 13: Raptan, violan y matan a la joven Virginia Rodríguez, y dejan su cuerpo a un costado de la Panamericana.
Junio 24: Raptan a la salida de una boite a la modelo Ana María Dinardo, y la violan y matan en el mismo lugar que a la joven Rodríguez.
Agosto 5: El compinche de Robledo Puch, Ibáñez, muere en un accidente de auto. “El Ángel de la Muerte” no sería ajeno a ese episodio: al parecer estrelló su auto contra el de Ibáñez.
Noviembre 15: Con su nuevo cómplice, Héctor Somoza, asesinan a Raúl Del Bene, guardia de un supermercado de Boulogne.
Noviembre 17: Acribillan a balazos a Juan Rozas, vigilador de una concesionaria de autos.
Noviembre 25: asesinan a otro sereno en una concesionaria de autos: Bienvenido Ferrini.
Febrero 3, 1972: asaltan una ferretería, matan al comerciante Manuel Acevedo, Robledo pelea con Somoza y lo mata con fuego de soplete en la cara. Mismo día cae preso…
Salen a la luz detalles no menos alucinantes: Robledo Puch guardaba sus siete armas de fuego… en el piano de su casa en que tomaba clases. Y según parece, mató a Somoza por celos: enamorado de él, se enfurecía cuando violaba mujeres.
Sentencia: la mayor del Código Penal del país: reclusión perpetua por tiempo indeterminado.
Hasta ahora, todos los pedidos de libertad condicional naufragaron ante la opinión de los camaristas Oscar Quintana, Ernesto García Marañón y Gustavo Herbel: “Nula capacitación educacional y laboral, marcado desinterés por estudiar y educarse, y carencia de contención en el afuera: desde que su madre murió (1993), nadie lo visitó”.
A lo largo de sus 44 años de cautiverio sufrió varios brotes psicóticos, y los peritos lo encuadraron en “una perturbación esquizoide que lo hace creerse libre de todo mal y de toda culpa”.
No es raro, entonces, que en 2001, disfrazado de Batman, haya incendiado un taller del penal, o que proclamara ser “el sucesor de Perón” y prometiera matar al presidente de turno. No por nada el experto perito Osvaldo Raffo lo definió como “un psicópata cruel y desalmado, egocéntrico, desconfiado, narcisista, peligroso a nivel superlativo, e incapaz de adaptarse a la sociedad. No está loco: es un perverso”.
Imaginemos su salida en libertad condicional. No tiene adónde ir: la Justicia lo derivará a alguna vivienda. Viejo y enfermo, nadie lo espera. Ni parientes ni amigos ni un perro que le ladre… La prensa lo buscará, pero repetirá su eterno leit motiv: “Robé, pero nunca maté a nadie. El juicio fue un circo romano. Algún día voy a matarlos a todos”.
Sin embargo, otra huella dejaría para la posteridad: Luis Ortega, que dirigió para la tevé una versión de los horrores del Clan Puccio, ya está en marcha para desplegar algo similar en las pantallas: la vida y los crímenes de Carlos Eduardo Robledo Puch.
Y su historia no pasará inadvertida: desde Jack el Destripador hasta hoy, los infinitos asesinos seriales que el mundo ha parido interesan más que el origen del Universo tenazmente buscado por los científicos.
Cadáveres contra misterios del polvo cósmico no pueden competir en rating. La sangre es reina desde La Noche de los Tiempos…
Por: Alfredo Serra