Ian Bogost no va a morir jugando videogames. Eso le pasó a —entre otros jugadores de videogames— Chen Rong-yu a comienzos de 2012: su cadáver permaneció sentado durante cuatro horas antes de que un empleado del Big Net Internet Café de Taipei, en Taiwan, advirtiera que el cliente no estaba dormido, según contó Simon Parkin en su nuevo libro Death by Video Game: Danger, Pleasure, and Obsession on the Virtual Frontline.
Bogost es un diseñador de juegos y un filósofo. Nunca sucumbirá a la adicción al videogame. Porque en Play Anything, The Pleasure of Limits, the Uses of Boredom, and the Secret of Games, su nuevo libro —una novedad editorial en los Estados Unidos como el de Parkin—, transitó del Tetris al Pokemon-Go para llegar al hueso del asunto: así es como juegan las personas hoy, y jugar es algo realmente importante. Tan importante que simplemente se opone al concepto de distracción.
“Jugar no es esparcimiento o distracción, ni lo opuesto al trabajo”, escribió Bogost. “Ni es hacer lo que uno quiere. Jugar es la tarea de trabajar algo, o descubrir qué hace y determinar cómo manejarlo. Como un ebanista trabaja la madera. Al aceptar las restricciones de un objeto como una guitarra, como el Tetris, quien juega puede proceder a determinar qué nuevos actos son posibles con ese objeto. El placer de jugar —lo que llamamos diversión— es, en realidad, sólo el descubrimiento de esa acción novedosa”.
Acaso un interés particular de los videojuegos sea que en un tiempo muy breve —desde la década del 1980, tras el lanzamiento de Space Invaders, en opinión de los expertos— avanzó como industria a una velocidad tal que pronto sobrepasará a todas las otras formas de entretenimiento, incluidos el cine y la televisión. Llegan a las noticias —cuando no es Candy Crush es Angry Birds es Minecraft es Pokemon-Go es…—, capturan las redes sociales.
Y hasta matan gente. Como fue el caso del joven que pasó 23 horas jugando League of Legends hasta que colapsó. “Como en el thriller popular donde la mano sin vida apunta hacia alguna pista crucial, la pose final de Rong-yu parecía incriminar a su asesino,” escribió el periodista británico Parkin. “Sus brazos estaban frente a él, las manos dobladas en las formas en que habían estado sobre el teclado y el ratón”.
Los casos no son el centro del trabajo de Parkin. Al igual que el libro de Bogost, su exploración es más bien antropológica y filosófica: por qué los humanos juegan —a veces, hasta morir— y que efecto tienen los juegos —y los videojuegos— en las personas. “Cualquier actividad que empuja a un ser humano a sentarse por horas y horas sin moverse es, se podría decir, un peligro mortal”, argumentó.
“La literatura puede sacarnos de nuestras vidas y hacernos concentrar en las esperanzas, los sueños y los confictos de otro”, ilustró. Los videojuegos van más allá: “Satisfacen nuestras necesidades más profundas, más humanas”. Entre ellas, la sensación de controlar, de ser autor del destino propio: en eso estaba el joven gamer —creando una historia paralela a la de su vida— cuando murió. “Cuando el corazón de Rong-yu falló, abandonó dos realidades de manera simultánea”, sintetizó Parkin.
La tostadora y los videogames
Hoy la industria del juego es enorme: USD 100.000 millones por año en video juegos. Están en el mundo entero. En su libro anterior, How to Talk About Videogames (Cómo hablar de los video juegos), el profesor del Instituto de Tecnología de Georgia, empleó la comparación con una tostadora para ilustrar la escasa comprensión que se tiene de su impacto profundo. “Los videogames son en gran medida como las tostadoras. Creemos que son un electrodoméstico, meras herramientas que existen para entretenernos o distraernos. Creemos que su capacidad de satisfacer nuestra necesidad de esparcimiento es su única función”.
No es el caso, opinó: “Tenemos que reconocer que los juegos son algo más que los canales anodinos que distribuyen dosis variadas de videoplacer. Incluyen personajes con los que nos podemos identificar y conectar, como haríamos con una novela o con una película. Están hechos con formas y diseños salidos de la pura imaginación, con lo cual producen un atractivo visual, táctil y locomotor como la moda, la pintura o el mobiliario. Se insertan en nuestras vidas y se entretejen en nuestras prácticas cotidianas, de modo tal que a la vez las estructuran y las interrumpen. Nos producen sentimientos y emociones como el arte o la música o la ficción. Pero también van más allá del peso habitual de esos otros medios: causan frustración, angustia, agotamiento físico y desesperación adictiva”.
¿Y la tostadora? Como ella, argumentó Bogost, “un juego es tanto un instrumento y una pieza estética, un artefacto y un fetiche“. Si no, no existirían reseñas sobre la mejor tostadora nueva.
Bogost enfatizó que si bien las personas no miran los juegos como hacen con el cine y o las artes plásticas, ni participan en ellos como cuando practican un deporte, en realidad protagonizan un fenómeno intermedio: “Sí, jugamos los videogames como los deportes, y sí, los videogames tienen significado como las artes. Pero hay algo más. Los juegos son dispositivos que operamos”.
Y en ese punto la tecnología deriva en pensamiento filosófico: “Si se mira más allá del brillo familiar de Super Mario Bros y Super Bowl Sunday, en el medio se encontrarán modelos olvidados del gaming: juegos como el ajedrez y el backgammon, el ta-te-ti y el timbiriche y las palabras cruzadas”.
El trasfondo, escribió en Play Anything, es simple: “Estamos obsesionados con la libertad, pero a la vez tristes y aburridos, a pesar de vivir en una época de excedentes enormes. En lugar de ver la libertad como un escape de las cadenas de las limitaciones, deberíamos interpretarla como una oportunidad para explorar las implicaciones de las limitaciones heredadas o inventadas”. Porque eso también es un juego: un conjunto de reglas que limitan los movimientos, y dentro de las cuales hay que actuar creativamente.
Los juegos atraen a las personas no porque causen solaz sino porque establecen límites: “Tenemos que aceptar sus estructuras para poder jugar”. El resultado —el imán que siempre atraerá— es “el sentimiento de encontrar algo nuevo en una situación familiar”. Porque Bogost elude la palabra diversión: “No sabemos qué es eso”.
No se trata de jugar, como se suele decir con distracción y hasta desprecio. “No es un juego egoísta, irreflexivo, el juego como pérdida de tiempo, sino el juego profundo y reflexivo del fútbol y el Tetris. Cuando jugamos, nos comprometemos profunda e intensamente con la vida y sus contenidos”, escribió el diseñador de videogames, y explicó por qué la lección más importante de los juegos no gira alrededor de la gratificación ni de la tecnología: “Es una lección sobre modestia, atención y cuidado. Jugar cultiva la humildad, porque nos exige que tratemos las cosas como son y no como queremos que sean. Si se lo permitimos, el juego puede ser la clave para la satisfacción”. Enseña —agregó— a respetar las cosas, las personas y las situaciones que se viven.
Jugar lleva a la perdición y otros mitos
Parkin ha pasado más de una década como reportero de videogames, sus diseñadores y las historias —”extrañas y curisosas”— que suelen generar. “Conozco demasiado bien que su poder curioso puede ser difícil de explicar”, escribió en Death by Video Game. “Los diseñadores hablan de la ‘mecánica absorbente’, del ‘sinfín del juego’, del ‘equilibrio del juego’, del ‘riesgo calculado y la recompensa’ y otra jerga arcana. Por cierto, estos términos e ideas pueden explicar cómo los juegos se las arreglan para mantenernos jugando, esos trucos psicológicos que utilizan para inspirar la compulsión”. Pero para el autor existen preguntas más profundas.
Al partir del hallazgo de un cadáver, la primera pregunta le resultó evidente: “¿Qué provocó a estos jóvenes para que emigrasen de la realidad a sus dimensiones virtuales más allá de los límites naturales de su bienestar?”. Se presume que el cuerpo debería haberle dado a Rong-yu señales de agotamiento, haber hecho sonar alarmas que el muchacho ignoró.
La pregunta más fundamental para Parkin es “¿qué hace que miles de millones de humanos alrededor del mundo (la vasta mayoría de los cuales no terminan heridos ni puertos) vuelvan a los juegos semana tras semana tras semana?”. El autor sugirió que se fuera “más allá de la histeria y el catastrofismo” para encontrar una respuesta.
Ese temor a analizar y dejar a un lado no es generacional: no se limita al hecho de que los videojuegos sean una cosa de jóvenes. Parkin citó dos textos que advirtieron sobre los peligros del ajedrez y de la literatura.
El primero, un artículo de Scientific American de 1859: “Aquellos que se ocupan de actividades mentales deberían evitar el tablero de ajedrez como el nido de una serpiente, porque el ajedrez desvía y agota sus energías intelectuales”. El segundo, publicado un año antes en el San Antonio Texan, contaba cuánto daño la ficción podía hacerle al núcleo mismo de la sociedad: “Una familia entera cayó en la miseria en Inglaterra, y las autoridades rastrearon claramente todas sus desgracias hasta la pasión incontrolable por leer novelas que dominó a la esposa y madre”.
Para Parkin, las palabras con que se describe a la mujer y las consecuencias de su pasión literaria —”indolencia, adición, descuido, vicio, suciedad”— han encontrado un cierto eco en la prensa contemporánea que ataca “los peligros de la adicción a los videojuegos”. Especialistas que hablan de la incapacidad de realizar actividades normales como consecuencia de estar pegado a la pantalla de la computadora; líderes sociales que no les ven nada útil a los videogames.
“Es cierto que mediante el acto de jugar no se salvan vidas, no se ayuda al nacimiento de un bebé, no se cosechan cultivos, no se construyen ciudades, no se curan enfermedades, no se apagan incendios, no se rescatan marineros, no se ganan guerras y no se aprueban leyes”, ironizó. “En el proyecto en marcha de la supervivencia y la reproducción de la humanidad, es evidente que los videojuegos contribuyen poco. Pero, del mismo modo, tampoco se conoce que el cine y las artes plásticas hayan evitado mucho del derramamiento de sangre en el mundo”.
También, advirtió, alguna gente ha muerto pegada al sofá tragando un capítulo tras otro de la temporada nueva de su serie favorita, o por la migración de un coágulo luego de pasar sentada un vuelo de 12 horas. Uno podría morir si leyera sin parar los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, o si mirase las nueve horas de Shoah, de Claude Lanzmann, pero en la vida real eso no pasa. “Los videogames parecen tener una tasa de muerte más alta que el cine y la literatura”. Sus hipótesis: supenden y matan el tiempo; son activos en lugar de pasivos; en la nueva realidad que crean desaparecen cosas de la realidad ordinaria, como la sed o el hambre. “Los segundos y los minutos no tienen importancia aquí; el tiempo se calcula en unidades de acción”.
El juego y la innovación
“Como diseñador de juegos, muchas veces me preguntan qué podemos aprender de ellos”, planteó Bogost —también socio fundador de las empresas de diseño Persuasive Games y Persuasive Games Latin America— entre los temas centrales de su libro. Los aprendizajes, argumentó, no se tratan de cómo conseguir la mayor visibilidad del jugador para engancharlo ni un sistema de puntaje que haga indetenible el deseo de competir, dos formas de la fantasía del héroe que subyacen en el atractivo casi supranormal del gaming. “En verdad, le lección más útil que extraer de los juegos no tiene que ver con los juegos en absoluto”.
Pero está en su interior: “Esa lección es que las cosas son más cautivantes cuando se les permite ser exactamente lo que son. Y que son aún más absorbentes cuanto más son exactamente lo que son”. Esto significa que la tarea del diseñador es revelar esa autenticidad, no recubrirla de niveles o desvíos innecesarios, del mismo modo que un motor no necesita partes innecesarias ni una oración palabras ociosas.
La comparación entre jugar y tocar una guitarra complementa la idea: “Uno no hace lo que quiere, en absoluto. Más bien, hace algo muy particular. Sostiene su diapasón en algunas de sus marcas determinadas mientras rasguea sus cuerdas en otras. Al manipular la configuración física del artefacto se hace que produzca un subconjunto de los patrones de sonidos infinitos que llamamos música. Y aun si uno no sabe cómo tocar la guitarra, puede jugar con ella”. Inclusive el metalero que la rompe contra el suelo lo hace, “de otra manera: empuñándola como un hacha”. A su manera, el músico ha incorporado una palabra clave en el mundo del juego: innovación.
“El diseño ha mantenido un romance prolongado con la innovación, y viceversa”, escribió Bogost. Citó el primero de los diez principios del funcionalista alemán Dieter Rams: “El buen diseño es innovador”. Entre otros ejemplos, apela al de Apple, que “constantemente charlatanea sobre su futurismo arrojado y valiente, aun en casos de decisiones polémicas como limitar la entrada de audio de sus teléfonos”.
Para el autor de Play Anything, actualmente tiene la forma de una flecha, “que se impulsa cada vez más hacia delante”; en cambio “debería tener la forma de una barrena que taladra más y más profundamente”. El diseño no es un proceso de invención, al menos no todo el tiempo: “Es un proceso de juego, de identificar todas las propiedades materiales de una cosa y trabajar dentro de esas limitaciones para tratar a ese objeto con dignidad”.
Como en un juego de espejos, el diseño de juegos es un proceso de juegos. “Creo que lo que más importa advertir sobre el juego es que es esa cosa que está en las cosas, no en uno”, escribió.
Aclaró: “Jugar no es una persona que se comporta con astucia, o encuentra un truco, o halla una manera de esconder su tristeza, o persuadir a alguien de que haga lo que quiera. Es el proceso de trabajar con los materiales que uno encuentra y descubrir qué es posible con ellos”.
Por Gabriela Esquivada