“La Madre Teresa con pantalones”, “el Santo de Madagascar”, “el Soldado de Dios”, “el Apóstol de la basura”, “el Albañil de Dios”. Pedro Pablo Opeka inspiró menos seudónimos que sueños. Acumula 68 años sobre el lomo, menos historia que la que sembró. Sobre su épica consagrada ya circulan más de diez libros y siete documentales sobre su obra: todos en territorio africano y europeo. Un caso más de un referente mundial que no es profeta en su tierra. Es la reseña del Padre Opeka, un argentino, bonaerense, futbolero, que rescató de la indigencia a más medio millón de africanos.
Su causa lo llevó a ser propuesto para el Nobel de la Paz en años anteriores y la contemporaneidad de su lucha interminable lo posicionó nuevamente en este año. Las nominaciones para el galardón son secretas, pero muchas veces quienes proponen a los ganadores rompen el silencio. Su lugar en el mundo no se condice con su lugar de origen, pero respeta su esencia, responde a su condición heroica.
Nació en San Martín, Buenos Aires, Argentina para vivir su historia en Akamasoa, Madagascar, para multiplicar su admiración en Europa. En sus años de juventud trabajó con su padre eslovaco en la industria de la construcción, leyó una y otra vez la biblia, quedó impactado con Jesús, “el amigo de los pobres”, levantó una casa en Junín de los Andes para que una familia Mapuche del Sur se resguardara del frío, hasta que leyó una carta que lo motivó. La Congregación de San Vicente de Paul, orden a la que aún pertenece, invitaba en un escrito de 1648 la llegada de los primeros misioneros a Madagascar. “Me voy para allá”, fue su reflexión.
Hace 50 años que Madagascar es su patria adoptiva. Radicó su lucha en uno de los países más relegados del mapa, una de las zonas más pobres del planeta. Allí donde cambió miseria por oportunidades, refugio a los desamparados, prosperidad a los descalzos, esperanza a los desvalidos, platos llenos a los malnutridos. Pedro llegó a los 22 años, con ojos celestes, tez clara, pelo rubio. Su apariencia, polarizada, fue un contrapunto cultural de impacto ante un paisaje humano uniforme de tez negra. Fueron suficientes décadas de sojuzgamiento y represión para que una comunidad africana asimilara gentil a un integrante de una raza asociada a su horror. Su estigma por ser un hombre blanco lo resolvió su faceta más argentina.
Fútbol. Bastó una pelota, un partido para empatar las diferencias: todos corrían como él, él corría como todos, las desigualdades se zanjaban, las heridas históricas se indultaban. En su niñez, Pedro deseaba ser sacerdote y futbolista. Le dijeron que era inviable esa combinación: una cosa o la otra. Eligió, entonces, ser sacerdote, misionero y futbolero. Al principio, asumió ser el blanco -en sus dobles sentidos- de la venganza, el resarcimiento deportivo de una vida de padecimientos. Luego se transformó en ídolo, goleador y líder. El fútbol, su costado más genético, le abrió paso en su horizonte. El rubio que era víctima de codazos y patadas se ganó la confianza de un pueblo temerario, resentido. La imagen del Padre metido en fango hasta la cintura cultivando arroz para sobrevivir convenció a los nativos.
Su legado en Madagascar se divide en dos. Sus primeros 15 años trascendieron sobre la costa sureste, dentro de la selva tropical en un pueblo llamado Vangaindrano. Con el fútbol como vehículo cultural, con el esfuerzo como obra de cambio, animaban la iglesia junto con otros curas de la misma congregación. Entre creaciones de dispensarios para salud, educación, cooperativas de trabajo, el Padre Opeka padeció paludismo y parasitosis. Para tratar las enfermedades, debió viajar a Antananarivo, la capital del país, en donde se instaló hasta la actualidad.
“No vi pobreza, ahí conocí la miseria -reveló el sacerdote-. Cuando llegué vi miles y miles de personas que vivían de uno de los basurales más grandes del mundo. Esa noche no dormí y le pedí a Dios que me diera fuerzas para rescatarlos de ahí”. La piedra basal de Akamasoa, el pueblo emplazado sobre el vertedero que en idioma malgache significa “los buenos amigos”, se puso en 1990. Tres condiciones se instalaron para regular la vida: trabajar, enviar los niños al colegio y respetar las normas de convivencia.
La ciudad cobijó a más de medio millón de personas. Hoy, 25 mil habitantes -diez mil escolarizados, quince mil menores de 15 años-, viven en una distribución de 17 barrios. Debieron construir redes de agua, escuelas, colegios secundarios, hospitales, guarderías, museos, canchas de deportes, espacios verdes, bibliotecas. “Es la ciudad de los pobres, la ciudad de los que están cansados de esperar”, según el protagonista.
El financiamiento de sus obras son solventadas por una red de donaciones amigos. Akamasoa recibe ayuda de tres organizaciones no gubernamentales de Francia, una de Mónaco, más cooperaciones económicas que llegan desde España y Eslovenia. Europa es el principal motor de su obra: desde allí se gestó su postulación al Premio Nobel de la Paz.
Su leyenda lo llevó a entrevistarse con varios presidentes del viejo continente. “Pedro Opeka, el sacerdote futbolista de Madagascar”, es un capítulo dedicado a su lucha incorporado al libro “Memorias de una primera dama”, de Danielle Mitterand, esposa de François Mitterrand, máximo mandatario de Francia entre 1981 y 1995.
Pedro Pablo Opeka es un sacerdote argentino radicado en África. Es más que eso, es propiedad de los pobres, es el milagro de los de huérfanos. Es “la Madre Teresa con pantalones”, “el Santo de Madagascar”, “el Soldado de Dios”, “el Apóstol de la basura”, “el Albañil de Dios”. O todo eso junto.
Por Milton Del Moral