Los niños están llenos de inquietudes y esa curiosidad los lleva a explorar constantemente facetas desconocidas. Esta es la base del desarrollo del pensamiento científico y tecnológico, que consiste en la capacidad para ser autónomo, resolviendo problemas que surgen a diario. Y ayuda a los menores a comprender mejor el mundo que los rodea y a poder relacionar lo que aprenden en los centros escolares y en la vida cotidiana con lo que sucede en su entorno.
En el XI Foro Latinoamericano de Educación, llevado a cabo el martes pasado, se trató a fondo esta temática, bajo el título “Educar mentes curiosas: la formación del pensamiento científico y tecnológico en la infancia”, un documento elaborado por la bióloga Melina Furman. Allí se debatió la proveniencia de dicha curiosidad y los modos de desarrollar hábitos de pensamientos más potentes, organizados y rigurosos.
La charla estuvo centrada en menores de entre 3 y 8 años. Al respecto, Melina Furman, bióloga y doctora en Ciencias, comentó que se enfocaron en ese tramo de la infancia porque “es una etapa clave, fundante, imprescindible. Se trata de años que inciden con fuerza en la trayectoria que los chicos van a recorrer a lo largo de sus vidas. Por ejemplo, el asistir al jardín de infantes se asocia con efectos positivos en los niños, tanto cognitivos como socioemocionales que persisten a lo largo del tiempo”.
Este desarrollo de los pensamientos científicos y tecnológicos no ocurre naturalmente a medida que los niños crecen. Tampoco es una cuestión inevitable. Padres, docentes y adultos en general desempeñan un rol central para la promoción de las intrigas y su persistencia. Son claves las rutinas para establecer normas y límites, capturar la atención de los menores para orientar las observaciones, ayudarlos en sus experiencias, concientizarlos de las ideas de pensamiento y acompañarlos en las frustraciones.
Los niños, desde muy pequeños, ya tienen teorías intuitivas sobre el mundo que los rodea. Estudios muestran que aprenden haciendo predicciones y experimentando continuamente al realizar inferencias sobre sus acciones y las de otros. “A los 15 meses los bebés muestran la capacidad de sacar conclusiones de la evidencia disponible y son capaces de evaluar dos hipótesis alternativas. O por ejemplo, los chicos de seis y siete años ya pueden distinguir entre experimentos bien y mal diseñados para responder una pregunta, cuando se les presentan problemas simples”, sostuvo la especialista.
El jardín de infantes y los primeros años de la escuela primaria son una plataforma fundamental para los educadores. La enseñanza de las ciencias desde edades tempranas supone para los niños la posibilidad de poder guiarse por medio del instinto, un factor que sirve como punto de partida para las experiencias que vendrán. Y un elemento crucial es el tiempo: “La construcción de estos pensamientos no suceden de un día para el otro. Las capacidades científicas y tecnológicas se refinan y profundizan con el avance de edad, en tanto los niños tengan oportunidades sostenidas de aprendizaje”, amplió la especialista.
Los beneficios de perfeccionar y profundizar en las reflexiones son numerosas. Favorece el bienestar social, el crecimiento personal y ayuda a alcanzar la “alfabetización científica y tecnológica”, así llamada a la formación ciudadana en nuestro siglo, que exige conocer de algunos aspectos básicos del mundo. Además, colabora con las necesidades de formar vocaciones en ciencias, tecnologías e ingeniería, aspectos centrales para las economías basadas en el conocimiento.
La curiosidad es innata en los niños y es necesario fomentarla desde el mismo nacimiento para inculcar la capacidad del querer aprender por iniciativa propia. Los adultos en muchas ocasiones sienten que esta curiosidad puede ser inoportuna e incluso pueden responder negativamente ante las preguntas. Pero la realidad es que se trata del primer paso para el aprendizaje y de la base para potenciar el futuro.