Al Tarta Demarre lo mueve el miedo que no lo dejó pegar ojo durante toda la noche. Sabe que los Monos lo acusan de ser el entregador del Pájaro. Están convencidos de que él lo citó en el boliche y les avisó a los sicarios cuando llegó. Lo sospechan porque ellos traman así los crímenes. Siempre hay alguien que facilita la ejecución, un delator o un entregador. Es mucho más fácil. Solo hay que poner un poco de plata. “Íbamos como a doscientos kilómetros por hora. Nadie nos pudo seguir”, les cuenta una y otra vez a los Cantero uno de los pibes que estaba con el Pájaro. Todo cierra. El único que pudo entregar al Pájaro es el Tarta, creen los Monos.
Después de una noche de mierda, comienza una mañana peor para Demarre. Su mujer le muestra la tapa del diario La Capital. No sabe qué hacer. En la foto principal se ven rastros de sangre del lugar donde fue acribillado el Pájaro, y en el fondo el frente del boliche. De su boliche. Ya no hay dudas.Todos están avisados de dónde murió el líder de Los Monos.
Mientras toma mate le confiesa a su mujer, Betiana, que tiene miedo. Demarre prefiere el silencio como respuesta. Y luego ensaya una salida. Debe ir a los tribunales para hablar con su abogado, con el juez, con alguien que le diga cómo protegerse. Nadie lo llamó aún para declarar, pero debe despegarse de algún modo de ese terror que lo acorrala. Tiene que enviar un mensaje desesperado a los Cantero.
Cerca de las 9:30 llega con su mujer a los tribunales. La zona es un desquicio de autos y patrulleros que estacionan en doble fila, llevando presos a declarar. El sol cálido de la mañana anima a los abogados a tomar café en las mesas de la vereda en calle Dorrego.
El Tarta da vueltas con la camioneta pero no encuentra lugar y, al final, deja la Partner en el estacionamiento del supermercado La Gallega, en diagonal al Palacio de Tribunales. A esa hora recién empiezan a llegar los jueces. Muy pocos leyeron el diario y se enteraron de la noticia policial que marcará a sangre y fuego la ciudad. Sin embargo, para el Tarta parece ser un lugar seguro durante la mañana. Cada hora vale oro para él.
Ema Chamorro no les pierde el rastro. Sigue al matrimonio desde que ellos salieron de la casa, y con el Nextel mantiene al tanto a sus jefes de los movimientos de Demarre. Los policías que custodian los ingresos toman café y hablan de fútbol. ¿Quién va a pensar que un tipo armado sigue a su presa dentro de los tribunales?
El Tarta y Betiana se reúnen en el bar de la planta baja con su abogado, que les dice que suban al primer piso hasta el juzgado. Se quedan parados en el pasillo, hasta que ven llegar a Piki Aguirre, el gerenciador del boliche. Es el hombre que todas las semanas le lleva seis mil pesos en concepto de alquiler.
Demarre le había traspasado el negocio porque estaba medio asustado. Hacía un año, dentro del boliche le pegaron un tiro en la cara a Milton César, el matón que había contratado luego de que le balearan varias veces el frente del local. La familia de Milton también creía que aquella vez el Tarta había entregado al pibe.
Nadie dudaba de que los autores de los ataques contra el boliche eran los Bassi, que no soportaban la competencia en Villa Gobernador Gálvez, una ciudad que es el escondite del hampa de la zona sur de Rosario.
Demarre se había instalado allí después de cerrar Tropical un antro donde también se movía droga en pleno corazón de La Tablada. Su socio, Gustavo Benavente, terminó muerto. Y él no quería seguir el mismo destino.
Los Monos sabían que, la noche en que acribillaron al Pájaro, el Tarta había ido al boliche. Lo habían visto varios miembros de los Cantero que frecuentaban ese bailable, donde casi nadie entraba desarmado. ¿Era una casualidad? Hacía ocho meses que no pisaba ese lugar. Y justo había decidido ir a tomar unos tragos con dos amigos cordobeses la madrugada en que lo matan al Pájaro, pensaban los Cantero. En ese ambiente, nadie creía en las casualidades. Y menos los Monos, que desconfiaban hasta de su propia sombra. Demarre había trabajado para ellos. Y lo conocían bien. Quizá por eso buscaban ejecutarlo. Sabían quién era.
Cerca de las doce, el Tarta y Betiana deciden volver a su casa para ir a buscar a los chicos a la escuela. No tenían mucho más qué hacer en el juzgado. Piki estaba por entrar a declarar. Iba a decir que le alquilaba a Demarre el boliche. El trato era de palabra, en medio de esa telaraña de informalidad que reina en el ambiente. No había un solo papel. A Demarre lo aliviaba que su inquilino pusiera la cara en ese momento crucial.
Antes de partir, Betiana encara a uno de los soldaditos del Pájaro, que espera el turno para declarar. No es una mujer cualquiera. Tiene sobre sus espaldas varios asaltos a mano armada. Y sabe lo que es matar. Ella se acerca y le dice a Jesús Gorosito que el Tarta no tiene nada que ver. El pibe la mira de reojo, desafiante, y se queda en silencio. Sabe muy bien lo que les espera.
Desde el otro extremo del pasillo, Ema Chamorro los tiene a tiro. Sus ojos siguen clavados en Demarre y Betiana, sin hacer bandera. A cada rato tantea la pistola que lleva en la cintura, para recargar su confianza. Parece más flaco con la cabeza rapada y la campera que le queda holgada. Tiene una mirada picante. Como él hay muchos en los pasillos, donde nadie conoce su cara salvo sus abogados.
En un segundo los pierde de vista entre esa marea de empleados que salen a almorzar y los abogados que esperan ser atendidos frente a los juzgados penales. No tiene idea por cuál escalera bajaron. El plan es matar al Tarta cuando salga de tribunales. No solo van a ejecutar al que acusaban de entregador, sino que quieren a demostrar que la banda responde con furia el ataque que sufrió. La cacería de los asesinos y traidores debe ser rápida y eficaz.
“Lo perdí”, dice Ema. Habla agitada mientras corre por los pasillos de tribunales. Esquiva a los abogados que parecen un enjambre a esa hora del mediodía. Y corre. Mira hacia el final del corredor y confirma que su presa desapareció.
“Fijate dónde está la camioneta”, le ordena el Gordo Vilches que monitorea la cacería con Guille Cantero. Pero ya es tarde. No puede arriesgarse a que el entregador se escape. Mientras corre con su pistola 9 milímetros fondeada en su campera prefiere llamar al Chino, el otro sicario, y cortar por lo sano: “Decile que lo esperen en la casa”.
Ema llega corriendo hasta la esquina, donde está el estacionamiento del supermercado La Gallega, y ve que la camioneta del Tarta se va por Pellegrini, hacia el oeste. Sabe que lo perdió. “Pero ya está cubierto por los otros”, avisa.
Guille y el Gitano Fernández lo esperan cerca de la casa, en la zona sur, dentro del auto. A las 12:12 ven que la Partner del Tarta dobla en “U” en bulevar Seguí y se ponen al lado. Guille saca una Luger 9 milímetros y hace diez disparos. Los tiros atraviesan la puerta y la ventanilla del lado del conductor. Sonríe y parece darse por satisfecho.
Siete balazos dan en el cuerpo de Demarre, que en un reflejo para cubrirse levanta sus piernas. Y luego cae desplomado sobre Betiana. A ella no la toca ni una sola bala. Solo querían ejecutar al Tarta. Está intacta y con fuerzas para correr el cuerpo de su marido.
Le grita a Mariela, la empleada de su tienda de ropa, frente a su casa, para que la ayude. Está toda manchada con sangre. La chica se queda inmóvil por un momento. Está aterrorizada, pero unos segundos después acepta acompañarla hasta el hospital, con el cuerpo de Demarre a un costado, moribundo. La cacería que planean los Monos mientras velan el cuerpo del Pájaro empieza a tomar forma. El ejército está a pleno en la calle, comandado por Monchi y Guille.
Piki Aguirre corta la llamada. Su cara se pone pálida y le empieza a subir un ardor por el estómago. El juez se sorprende cuando se para de golpe, se apoya sobre el escritorio para no caerse, y le dice: “No puedo seguir declarando porque acaban de matar a un testigo”. “Ya está hecho”, avisa con alivio Ema. Son las 12:43 y le cuenta al Gordo Vilches que pasó por el lugar del crimen para chequear la ejecución. Lo carcome la duda de si el Tarta está muerto o no. “Pasé y estaba el Comando, pero no vi la Partner. Si estaba finado debería haber estado ahí el cuerpo. Pero no estaba”, se preocupa.
A Monchi le pasa lo mismo. Necesitan tener la certeza de que Demarre murió. Vivo se puede transformar en una pesadilla en este momento. Puede venderlos ante la justicia y contar dónde tienen los búnkeres y a quiénes mataron. El Tarta sabe mucho de ellos.
Monchi le pide a Guille que encienda la radio con la frecuencia policial “para ver si dicen que murió”. Todavía está arriba del Bora blanco con el Gitano al volante. Lleva una gorra de lana celeste, que no se saca hace varios días. Él sabe que lo mató. No necesita confirmarlo con la policía, porque fue quien apretó el gatillo.
A diferencia de su hermano, Monchi sigue impaciente. Y se la juega al llamar al Chavo Maciel, el policía que trabaja para ellos. “Fijate cómo está Demarre, que está en el hospital”. Diez minutos más tarde recibe la respuesta, casi oficial: “Siete detonaciones. Está listo”.
En paralelo, Ema mantiene al tanto a Vilches. Los miembros de la banda están exultantes: “Siete detonaciones. Siete en el blanco. Dos en el chope, dos en la zapán, dos en el brazo y una en la pierna”, detalla Ema. El Gordo grita eufórico por el Nextel: “Bien, bien”. “Sí, todos estamos contentos”, le responde. Recobran la alegría con otra muerte.
Ahora deben deshacerse del auto. Al Bora blanco lo vieron decenas de testigos y fue captado por las cámaras de videovigilancia del barrio donde ejecutaron a Demarre. Es lo que le recomienda el Chavo Maciel a Monchi, el policía que trabaja para ellos. Le dice que el único dato que maneja la policía es que lo mataron en un VW Bora color blanco. “Tené en cuenta el auto, que no esté más. ¿Entendés?”, le sugiere. Y es lo que hacen. Lo llevan a un taller de chapa y pintura en Donado y Mendoza, donde lo transforman en unas horas en un taxi usado. Lo pintan de negro a las apuradas. El coche termina en una concesionaria de Córdoba, después de una serie de extrañas triangulaciones.
Demarre se convierte en la primera víctima de la cacería. En la lista sigue Milton. A los Cantero les llueven datos sobre el sicario que apretó el gatillo y remató al Pájaro cuando estaba tirado en el suelo. Les dicen que fue Milton, pero no saben cuál de los dos. Si Milton César o Milton Damario. A ambos los une el mismo nombre de pila y también un extenso prontuario. Los dos son sicarios, matones a sueldo. Por las dudas buscan a los dos, aunque no encuentran a ninguno. Están escondidos porque saben que sus cabezas tienen precio. Los Cantero ofrecen quinientos mil pesos.
Mientras el atentado a Demarre aún está fresco, los Monos planean matar a la familia de Milton César. Su hermano, Nahuel, lo sospecha. Su padrastro, el Colorado Hernández, le avisa por Facebook que debe cuidarse no solo él, sino también sus hermanitos. “Estamos todos amenazados. Encargate de los chicos”, le sugiere. Nahuel busca a Santino y Fernanda, de 7 y 10 años, y los lleva a la casa de Daiana, su novia. Le ordena que no salgan. Ella está prendida al Facebook, desde allí se entera de lo que pasa afuera. Por la red social se tiran nombres y lugares de donde pueden estar los asesinos del Pájaro. Como esa mañana no tiene clases en la escuela, Daiana trata de entretener a los nenes. Les prende la televisión, pero Santino y Fernanda quieren salir. El día está lindo. Hay sol y piden ir a la plaza que está a dos cuadras de su casa, muy cerca de la colectora de la Circunvalación. Pero ella cumple la orden de su novio. No pueden salir ni siquiera a la vereda de ese pequeño barrio de departamentos construidos por el Estado.
Recién a la tarde vuelve Nahuel. Le dice que va a llevar a los chicos en un remise a la casa de su madre Norma y del Colorado en la zona oeste. Los chicos deben cambiarse. Hace casi dos días que están con la misma ropa, encerrados en ese departamento. Nahuel putea a su hermano. Lo maldice. Todo es culpa de él. Una cosa es ser chorro como él y otra, hacerse el poronga, querer ser narco. Todos terminan muertos o en la cárcel. Como su padre, Marcelo Bertini, que movía la droga en La Tablada. Con Milton estaban peleados, pero se reconciliaron después de que su hermano fue atacado hace más de un año en el boliche donde murió el Pájaro. “Una bala le atravesó la cabeza de lado a lado”, le cuenta Daiana a una amiga, y agrega: “Demarre se lo merecía. Él entregó a Milton aquella vez”.
Nahuel lleva a los chicos a la casa de su madre, donde los pasará a buscar un amigo de la familia, Pajita Alomar, y los llevará a Villa Gobernador Gálvez, tal vez allí puedan estar más seguros. En ese lugar, Pajita tiene un taller mecánico donde repara autos de narcos y policías y en la parte de atrás, en un terreno, guarda dos caballos de carrera.
Antes de subir a la Toyota Hilux, Nahuel le manda un mensaje a su novia. Es para molestarla. Siempre lo carcomen los celos. Es para ver si contesta rápido. Si no lo hace, es porque está cogiendo con otro. Pero Daiana no tiene crédito, y él se queda con la espina. Veinte minutos después le manda un alerta por el Nextel. Ella intenta llamarlo, pero nada. Nunca más atenderá el teléfono.
Dos motos se ponen frente a la camioneta, después de que frena en el semáforo de Francia y Acevedo, a unos metros del distrito sudoeste de la municipalidad. Esa tarde hace frío, pero la calle está repleta de autos que aguardan la salida de los chicos de un jardín de infantes. Los tiros resuenan y, por reflejo, todos se agachan. Algunos vecinos creen que son petardos, bombas de estruendo. Son balazos.
Los sicarios disparan más de quince tiros. Cuando escuchan los disparos, Norma y su marido tratan de cubrir a los chicos en la parte de atrás de la camioneta. Los tapan con su cuerpo. A la mujer le ingresa una bala por la cervical y le rompe la columna. Nunca más podrá moverse y morirá nueve meses después, postrada en una cama del Hospital del Centenario. Al Colorado lo rozan los tiros. Pero por suerte detecta que los chicos están sanos. No les pasó nada. En cambio, Nahuel y Marcelo están muertos. Sus cuerpos quedan en la cabina de la camioneta, agujereados por los tiros. “Los que tosieron son dos mayores”, le informa el policía Maciel a Monchi, que busca confirmar que a los hermanitos de Nahuel no les pasó nada: “O sea que eran todos grandes. ¿Chicos no hay?”, responde con frialdad.
Milton César sigue escondido. Lo buscan la policía y los Monos. No sabe cómo resistir después de que matan a toda su familia. Los Cantero merodean por la zona sur en una camioneta negra. “Me llamó Diego y dijo que lo vio a Milton, que se metió en el núcleo 16 del Fonavi”, le cuentan a Monchi. “¿Donde vive Damario?” “Sí, lo vieron bajarse de una Yamaha negra y que se metió en el Fonavi”, le advierte el informante. Ni el propio Monchi sabe a quién ven sus buchones. Si es Milton Damario o Milton César. Todos quieren colaborar, pero casi siempre se equivocan. Por eso, pide más información antes de entrar en el Fonavi. “Averiguá en qué casa se metió. Pasame el número y después hablamos”.
Guille busca a otros dos que podrían ser los asesinos de su hermano. No tiene ninguna certeza. No importa. Hay que ir para adelante. Ema le envía a su teléfono las fotos de Macaco Muñoz y un tal Teto que sacó de Facebook. Son sicarios del Pollo Bassi, y con eso basta para ser sospechosos. “Lo ubicamos recién. Me dijeron que vive en Orán y Casero, apenas doblás a la derecha es la segunda casa”, le dice Ema a Guille. Otro le pasa información sobre los autos en que se manejan. “Andan en un Vento nuevo, en una moto RZ blanca y en un Mini Cooper”, anota. Buscan en la casa de los familiares, en todos lados. Están dispuestos a matar a cualquiera del entorno. “¿Sabés dónde vive la abuela de Macaco? Me dijeron que en Villa Diego”, pregunta Guille.
Milton César decide entregarse dos semanas después de que acribillan a su familia. No es el único que toma esa decisión. Nadie quiere morir en manos de los Monos. Le siguen Macaco, Popito Salazar y después su jefe, el Pollo Bassi, quien tramó el crimen del Pájaro en medio de esa disputa desquiciada por quedarse con porciones de territorio para vender cocaína. Unos meses más tarde, en prisión, Macaco escribirá algo que circula por las redes sociales, que comparte con su amigo Popito: “La muerte y yo firmamos un pacto. Ni ella me persigue ni yo huyo de ella, simplemente, algún día nos encontraremos”.
A Milton no le importa nada. Prefiere la cárcel a una bala de los Monos. Frente al juez niega ser el asesino del Pájaro. “Siempre me acusan de todo. Me tienen de punto”, advierte y le recuerda al magistrado que ya lo habían detenido por el crimen del Fantasma Paz, que lo mandaron a ejecutar los propios Cantero.
Su cuñada, Daiana, dice que Milton al principio “solo andaba en el choreo, como todos. Pero después se metió en cosas más pesadas, con gente poderosa, de la política. Lo protegen los socialistas. Por eso cambió el Clio por un convertible”. Se mueve en un BMW 320 azul. En ese auto fue detenido por la policía cuando se entregó en el barrio de Saladillo.
En la cárcel, Milton dice que los sueños lo torturan. Cuenta que, cuando se duerme, aparecen todas las noches su hermano y su madre. El informe psicológico señala que tiene “un estado de humor depresivo” y que evalúa “quitarse la vida”. Su perfil abona esa salida. “Viene de una familia disgregada, desordenada y numerosa. Tiene a su padre preso con frondosos antecedentes y problemas de adicción a las drogas. Su padre biológico nunca lo reconoció. Sufrió tres atentados entre 2010 y 2013, en los que fue herido de bala”, resume el informe.
En la celda de la Jefatura de Policía decide matarse. Cuelga una sábana del ventiluz y, cuando va a dejar caer la silla en la que está parado, entra su compañero de prisión. Brian lo desata y lo acuesta en la cama. Trata de calmarlo y le dice frases hechas, sin mucho sentido. Cuando se tranquiliza, logra llamar al celador. Dos semanas después de que intenta suicidarse, la policía detiene al otro Milton en Santo Tomé, donde estaba escondido con la ayuda de unos amigos. Ese Milton es el que mató al Pájaro y será solo por unos días su compañero de prisión. Porque dos semanas después la justicia dicta la falta de mérito para Milton César. “Ya es tarde para llorar”, lo consuela un pariente.