El blanqueamiento del papel con cloro en la industria, la fabricación de algunos plaguicidas o herbicidas, que van a parar a la comida; las plantas de incineración o los vertederos, además de los aceites industriales de deshecho, también constituyen una fuente desmesurada de dioxinas por PCB y PCDF, que en determinadas ocasiones, por no decir la mayoría, terminan en la tierra, siendo una de las principales fuentes de la contaminación de los suelos.
Cada uno de los 17 compuestos tóxicos presenta un nivel diferente de toxicidad, de manera que para evaluar la toxicidad total de una mezcla de diferentes congéneres, se ha introducido el concepto de factores de equivalencia tóxica (TEFs).
Lo más preocupante es que pueden llegar de miles de maneras a nuestra cadena alimentaria o a la de los animales o productos que consumimos. Se han encontrado en la leche o los productos lácteos, por algunas arcillas que se incluían en los piensos para estos animales; o en la carne de cerdo y en sus subproductos.
Tampoco se libran las aves de corral y los huevos, de nuevo contaminados por unos piensos peligrosos; ni los pescados y mariscos de algunas zonas del mundo.
Las diferentes consecuencias para la salud humana desde luego no pasan desapercibidas: cánceres, alteraciones de la función hepática, alteraciones inmunitarias, del desarrollo, del sistema reproductor o del sistema nervioso, entre lo que se ha podido evaluar hasta ahora.
Los gobiernos y empresas deberían de poner freno a estos compuestos que se denominan “Contaminantes Orgánicos Persistentes”, el Convenio de Estocolmo ha puesto las bases, pero los actores deben comprometerse con la causa.
La OMS da una serie de indicaciones generales para protegerse ante el consumo de comida, como la eliminación de la grasa de la carne y el consumo de productos lácteos con bajo contenido graso, aunque quizás lo más importante sería que consumiésemos alimentos ecológicos.