En la vida cotidiana, nuestras células utilizan la mayor parte de su energía en actividades metabólicas tales como la reparación, la renovación y la formación de nuevos tejidos. Ante una situación de alarma o de estrés, todo esto se modifica. En ese momento, nuestro cerebro envía señales que provocan la liberación de una hormona denominada cortisol que se fabrica en las glándulas suprarrenales. Esta hormona, conocida como “la hormona del estrés”, hace que el organismo libere glucosa a la sangre para enviar cantidades masivas de energía a los músculos a fin de resolver esa situación de alarma. Si la situación de estrés es puntual (aguda), una vez superada la emergencia, los niveles hormonales y los procesos fisiológicos asociados vuelven a la normalidad.
Pero, cuando el estrés es prolongado (crónico), se disparan los niveles de cortisol de modo más sostenido, lo que produce efectos negativos sobre los sistemas digestivo, reproductor, nervioso e inmunológico, entre otros. El cortisol no actúa sólo en situaciones de estrés. En condiciones normales, cumple también importantes funciones metabólicas y sus niveles varían a lo largo del día. Durante la mañana suelen ser altos, lo que facilita la movilización de la energía que necesitaremos para el resto del día, y durante la noche disminuyen, lo que ayuda a preparar a nuestro cuerpo para el descanso.
Recientemente, el grupo de investigación de la especialista en psicología del desarrollo Ema Adam, del School of Education and Social Policy de la Universidad del Noroeste (Evanston, Illinois), junto a otros investigadores, demostraron cómo la discriminación en la adolescencia se relaciona con una respuesta biológica a través de los niveles de cortisol con consecuencias en la salud en la vida adulta de los individuos discriminados. El trabajo titulado “Developmental histories of perceived racial discrimination and diurnal cortisol profiles in adulthood: A 20-year prospective study” ha sido recientemente publicado en la revista Psychoneuroendocrinology.
La investigación muestra que la percepción de la discriminación está asociada con una alteración de los ritmos diarios del cortisol. Estudios previos habían demostrado que algunas minorías étnicas estadounidenses —que perciben mayor discriminación— no tienen el cortisol muy elevado por la mañana, este no aumenta tanto con el ejercicio físico y además presentan una menor reducción de sus niveles a lo largo del día, quedan elevados durante la noche. Este desbalance hormonal y este desajuste del reloj biológico provocan efectos negativos sobre la salud: fatiga diaria, problemas cardiovasculares, depresión y fallas en la memoria.
Ciento doce voluntarios de ambos sexos formaron parte del estudio: 50 de piel negra y 62 de piel blanca. Se tomó el período desde sus 12 hasta sus 32 años. El grupo seleccionado fue lo más homogéneo posible en cuanto a salario, nivel de educación, actividad física realizada en la semana y tendencias depresivas. Al final del estudio se tomaron muestras de saliva de los voluntarios para medir el cortisol durante siete días en distintas condiciones: al despertar, luego de una caminata de treinta minutos (que se sabe que genera normalmente un aumento de 50%-60% en el cortisol) y antes de acostarse. Las concentraciones en saliva de esta hormona son un buen reflejo de las que circulan en sangre, por lo que este método permite calcular estos valores de modo no invasivo para la persona. Los valores de cortisol de cada individuo se correlacionaron con datos de los distintos grados de discriminación autopercibida en la adolescencia de los participantes por parte de sus docentes, sus compañeros de escuelas y otras personas.
El estudio indica por primera vez de modo empírico que el impacto de la discriminación sobre los niveles y los ritmos diarios de cortisol de los individuos se acumula a lo largo de los años. Cuanta mayor discriminación sufre una persona en su adolescencia y en los primeros años de su vida adulta, más disfuncionales se vuelven sus ritmos diarios de cortisol y más se afecta su reloj biológico. En el grupo analizado, esto se ve de forma mucho más marcada en los individuos de piel negra, que muestran, en el grupo estudiado, una mayor discriminación autopercibida.
Los autores postulan que la discriminación genera un estrés que modifica los niveles de cortisol y que si esta es sufrida de manera frecuente en la adolescencia, el fenómeno se vuelve acumulativo y no se revierte. Esto lo atribuyen a que las alteraciones se dan en paralelo con los cambios normales del cuerpo a nivel cerebral y hormonal que ocurren durante la adolescencia. Por eso explican que tales alteraciones podrían quedar fijadas en el individuo adulto.
Se puede concluir que las consecuencias de la discriminación reiterada a lo largo de la adolescencia revisten una inusitada gravedad, porque dejan marcas en las personas que el paso del tiempo no logra borrar ni de sus mentes ni de sus cuerpos, lo que afecta su salud. Los datos hablan, habría que escucharlos.
Por: Matías Pandolfi