En el sur de Francia, a 70 kilómetros de Marsella, una coalición internacional en la que participan las principales potencias del mundo está intentando construir un experimento que podría transportar a la humanidad a una nueva era. El ITER es un proyecto que va a tratar de recrear con fines industriales los procesos físicos que convierten al Sol en una fuente de energía tan formidable. Si funcionase, contaríamos por primera vez en la historia con una nueva forma de producción energética abundante, constante y razonablemente limpia. Sin embargo, alcanzar ese objetivo va a suponer un reto a la altura de la recompensa.
Hace unos días, junto a las obras que comienzan a dar forma al lugar que albergará el reactor de fusión nuclear experimental, el organismo reunió a un grupo de periodistas de todo el mundo para mostrar el progreso. El director de comunicación, Laban Coblenz, comenzaba su bienvenida pidiendo “perdón por el retraso”. Las dificultades con el tráfico habían obligado a comenzar la visita una hora tarde. A este estadounidense, amante de la tecnología pese a haber crecido en una comunidad amish, sin acceso a coches o electricidad, no se le debió escapar la ironía del fallo en la puesta en escena. “La narrativa es fundamental en un proyecto como este”, afirmaba después en referencia a las dificultades para mantener el interés por una tarea que puede durar décadas.
Tener en marcha este proyecto cuesta todos los días un millón de euros”
Hasta ahora, el ITER ha sido más noticia por los retrasos o los desfases presupuestarios que por sus logros. Cuando se puso la primera piedra de las obras, en 2010, se hablaba de tener listo el reactor para empezar los experimentos en 2019. Seis años después, como si se tratase de los habitantes del país de la Reina Roja de Alicia a través del espejo, que debían correr tan rápido como pudieran para permanecer en el mismo lugar porque el país avanzaba con ellos, siguen quedando nueve años para que el ITER comience a funcionar. Ahora, las primeras pruebas están previstas para 2025.
A principios de este año, el Parlamento Europeo retrasó la aprobación de las cuentas de 2014 del proyecto porque la gestión presupuestaria y financiera no tenía coherencia o estaba incompleta. En 2013, un informe externo culpaba de los retrasos y los gastos desbocados a los problemas de gestionar una organización descentralizada, en la que la Unión Europea, Rusia, China o Japón trataban de imponer sus criterios u obtener mejores contratos para sus industrias. En total, el proyecto aglutina a 35 países.
Cambio de rumbo
Pero la dinámica ha cambiado, o al menos es lo que asegura el nuevo director de la entidad. Bernard Bigot, un prestigioso académico y alto funcionario francés fue elegido director general del Iter hace 18 meses, sustituyendo al japonés Osamu Motojima. Con 65 años, ya pensaba en la jubilación cuando le llamaron para salvar el mayor proyecto de investigación sobre la Tierra. Esa libertad de quien ya está de vuelta de todo, le permitió poner condiciones. El director general debía tener poderes completos para tomar decisiones técnicas. “Antes, cada pequeño cambio producía muchas discusiones”, apuntaba Bigot. Eso generaba inoperancia y costaba dinero. “Tener en marcha este proyecto cuesta todos los días un millón de euros”, señalaba para mostrar la importancia de mantener los plazos y tomar las decisiones a tiempo.
Pese a los obvios problemas de gestión de ITER en el pasado, una declaración de Bigott resulta sorprendente para un proyecto de estas dimensiones: “Ahora, por primera vez desde el comienzo, contamos con una planificación. Antes no se había hecho un análisis de los costes o los tiempos”. Con la nueva planificación, presentada el pasado verano y refrendada como válida por expertos independientes, se calcula que el primer plasma se logrará en 2025 y el experimento final, el que fusionará átomos de deuterio y tritio, llegará hacia 2035. Hasta entonces, el coste de la epopeya rondará los 18.000 millones de euros.
Se va a construir un contenedor magnético que albergará plasma a 150 millones de grados
Una vez resueltos los aspectos organizativos, centrémonos en la ciencia. El reactor de fusión que se construirá en el sur de Francia tratará de demostrar si es posible generar electricidad produciendo las reacciones de fusión que tienen lugar en el Sol. Allí, la tremenda presión y las elevadas temperaturas hacen que los átomos de hidrógeno superen su natural repulsión y se unan liberando cantidades ingentes de energía. Por dar una idea del poder del proceso que tiene lugar en las estrellas, con un gramo de combustible de fusión se produciría tanta energía como con ocho toneladas de petróleo.
Para conseguir que los átomos de hidrógeno se fundan en la Tierra, desde los años 50 se han construido un tipo de trampas magnéticas conocidas como tokamaks. A temperaturas muy elevadas, los átomos se liberan de sus electrones y el gas se convierte en un plasma en el que las reacciones de fusión son posibles. Para facilitar esa unión de átomos, el plasma debe estar a unos 150 millones de grados, diez veces más caliente que el interior del Sol. Además, es necesario mantener confinados a esos átomos sobreexcitados durante el tiempo necesario, alrededor de 500 segundos, para que un número suficiente de ellos se una.
Los tokamaks son unos contenedores con forma de rosquilla rodeados por bobinas magnéticas. El diseño, con bobinas circulares a lo largo de toda la rosquilla, hace que en el interior las bobinas estén más apretadas y el campo magnético sea más intenso. Eso hace que las partículas escapasen y físicos como el ruso Andrei Sajarov plantearon un diseño en el que una corriente a través del plasma mantenía el gas en equilibrio.
Durante las últimas décadas, con un impulso especial en los años ochenta, cuando la crisis del petróleo hizo más atractivas opciones energéticas alternativas, los tokamaks se han ido perfeccionando y creciendo. Aunque lograban la fusión, esas máquinas consumían más energía de la que producían. Mark Henderson, uno de los científicos que trabajan en el ITER, afirmaba que el rendimiento de los reactores están mejorando a mayor velocidad que los chips de silicio o los aceleradores de partículas. El ITER debería demostrar que es capaz de generar diez veces la energía que consuma y Henderson está convencido de que el objetivo de la fusión como fuente de energía comercial es alcanzable. “El problema es el tiempo, que depende también del dinero”, plantea. Si no se progresa a la velocidad adecuada, para cuando se logre la fusión, el daño al planeta de los combustibles fósiles podría ser irreversible.
Si los plazos se cumplen y los físicos e ingenieros son capaces de hacer controlable el plasma en un reactor de las dimensiones del del ITER, con 860 metros cúbicos frente a los 100 de los reactores en funcionamiento, en 2035 se probaría la fusión con deuterio y tritio. Estas dos versiones pesadas del hidrógeno se pueden unir a una menor temperatura y hacen más viable la tecnología. Después, con una inversión estimada de 75.000 millones de euros, se pondrían en marcha varios proyectos de demostración entre los países colaboradores. Así se trataría de afinar el diseño para, antes del final de este siglo, construir el primer reactor de fusión nuclear comercial.
La máquina estará compuesta por un millón de piezas de alta tecnología con tres veces la masa de la Torre Eiffel
Mientras en el sur de Francia se avanza en la construcción de las instalaciones que pongan a prueba la fusión nuclear, se tendrán que seguir desarrollando tecnologías para hacer posible el sueño final. Será necesario probar nuevos materiales que soporten las condiciones extremas del contenedor magnético y se deberán seguir desarrollando industrias hasta ahora innecesarias. Un ejemplo: La producción mundial de cables de niobio con los que se fabrican los gigantescos imanes que se instalarán en el tokamak se multiplicó por diez, de las 15 toneladas anuales a las 150. La máquina alcanzará las 23.000 toneladas, tres veces la masa de la Torre Eiffel repartida en cerca de un millón de componentes de altísima tecnología.
Para los que sueñan, como Mark Henderson, una civilización alimentada por la fusión nuclear se libraría de gran parte de las amenazas medioambientales asociadas a la producción energética actual, como el cambio climático. Los residuos producto de la fusión, mucho menos peligrosos que los de los reactores de fisión actuales, deberían confinarse durante casi un siglo, pero después dejarían de ser radiactivos. Desde el punto de vista político, incluso, el petróleo dejaría de causar problemas. En la próxima década se empezará a ver si el objetivo se acerca o, como dice una broma recurrente, la fusión es la energía del futuro y siempre lo será.