Desde que en 2002 se conocieron las denuncias contra el padre Julio César Grassi, 62 nuevos casos de abuso sexual por parte de integrantes de la Iglesia se han conocido en la Argentina.
A casi quince años de aquel escándalo, la condena del cura ha tenido un efecto cascada que dejó al descubierto que no se trataba de un hecho aislado: desde entonces, cuatro nuevas denuncias se sumaron por año y sólo tres casos fueron sancionados con la máxima pena prevista por el derecho canónico: la expulsión del sacerdocio.
Son 59 sacerdotes y tres monjas los denunciados en el país. De todos ellos, ocho recibieron una condena judicial.
En la investigación hecha por la agencia Télam se reconstruyó lo que ocurrió luego de que se conocieran las denuncias contra Grassi. Los datos no sólo dan una idea de la magnitud del problema, sino que muestran cómo un complejo sistema de responsabilidades dentro de la Iglesia permite que rara vez haya una condena.
“La mayoría de los casos no son denunciados. La Iglesia no los denuncia, son las víctimas las que se animan a contar lo que les pasó y para ellas es un proceso muy doloroso. Estos números muestran la arbitrariedad del juicio canónico, porque salvo en casos que son indefendibles o han tenido mucha trascendencia pública, la expulsión no se concreta”, explicó a Télam Carlos Lombardi, abogado de la Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico y uno de los pocos especialistas en derecho canónico del país que no pertenece a la Iglesia.
El caso de Grassi, condenado en 2009 por abuso sexual agravado a uno de los chicos a los que debía cuidar en la Fundación Felices Los Niños, funcionó como disparador. Hasta entonces, sólo se habían conocido nueve hechos de abuso sexual por parte de curas.
En la Argentina no hay registros oficiales sobre la cantidad de sacerdotes o monjas denunciados y mucho menos sobre cuántas son sus víctimas.
En base a las noticias publicadas en los medios nacionales y regionales, los informes de distintos corresponsales de la agencia y la información que aportaron fuentes propias, Télam reconstruyó un mapa de la pedofilia dentro de la Iglesia utilizando el mismo mecanismo de La Casa del Encuentro, la ONG que lleva adelante el único registro nacional que existe sobre femicidio.
Este mapa muestra que en la mayor parte de los casos la Iglesia no acompañó a las víctimas, que los abusadores ya tenían antecedentes y que los traslados son la respuesta más frecuente ante una denuncia.
“Hay distintos niveles de responsabilidad en los traslados. Esos distintos niveles y esa fragmentación y discrecionalidad conspiran contra la tolerancia cero y otras premisas del Papa sobre los abusos”, reconoció en una entrevista con Télam el obispo Sergio Buenanueva, presidente de la comisión de Ministerios del Episcopado.
En junio de 2015, la diócesis de Ciudad del Este decidió enviar de regreso a Mendoza al cura Carlos Urrutigoity. La primera denuncia de abuso en su contra la hizo en 1989 un compañero del seminario en La Reja, en el oeste bonaerense. Desde entonces, siguió sumando acusaciones en todos sus destinos: tres diócesis de Estados Unidos, y también en las de Mendoza y Paraguay.
El episodio de Urrutigoity no es el único. Otros cuatro curas, incluido un acusado por crímenes de lesa humanidad, encontraron refugio en Paraguay.
Un recorrido similar tuvieron los cuatro curas involucrados en el caso del Instituto del Próvolo, que llegaron al país trayendo sus denuncias por abuso sexual desde Italia y siguieron acumulándolas en Mendoza y La Plata.
Buenanueva, quien en 2011 fue designado para elaborar un protocolo a seguir ante denuncias de abuso, admitió que no sabe cuántos son los curas denunciados ni tampoco los condenados y que hoy en la Iglesia “no existe criterio único”. Todo depende de la orden a la que pertenezca el abusador, si ejerce o no como sacerdote. Y si es obispo, la investigación corre entonces por cuenta del Vaticano. Así, la superposición de responsabilidades termina funcionando como una red de encubrimiento.
“Hay sanciones para los obispos cuando no investigamos los casos o hacemos acciones de encubrimiento, pero no hay castigo específico para quien no colabore o dé la información debida a la justicia secular. Y no hay tampoco un protocolo de acción. Es discrecional. La Iglesia viene revisando sus procedimientos, pero a veces tenemos un lenguaje muy eclesiástico”, sostuvo Buenanueva.
El obispo recibió a Télam en la casa de retiro de Pilar, horas después de que la conferencia de obispos debatiera la semana pasada la posible conformación de una comisión para prevenir abusos en el futuro. Buenanueva respondió cada una de las preguntas, hizo autocrítica y sólo pareció incomodarse con la mención de un nombre: Grassi.
“Es un hecho complejo. Ahora se iniciaría el proceso canónico, aunque no tengo certezas. Es parte de los errores que hemos cometido”, reconoció.
En estos quince años, sólo tres curas fueron sancionados con la expulsión del estado clerical que implica que ya no pueden ejercer más el sacerdocio. El primer caso conocido fue el de Miguel Ángel Santurio, expulsado en 2013. El papa Francisco fue quien ordenó la sanción contra José Mercau y Cristian Gramlich, ambos sacerdotes de San Isidro. Y aunque el primero terminó con una condena a 14 años por abuso sexual agravado contra cinco chicos de entre 11 y 15 años, las denuncias contra Santurio y Gramlich -cura en el colegio Marín de San Isidro- nunca fueron llevadas a la justicia.
La misma suerte que los abusadores corrió el sacerdote cordobés Nicolás Alessio, castigado también con la expulsión del sacerdocio pero por haber apoyado la ley de matrimonio igualitario. A diferencia de los otros, su castigo se resolvió en un trámite exprés.
* Por Lucía Toninello y Mariana García