En la laguna se reflejan los últimos rayos de sol, que se esconde detrás de la Cordillera de los Andes. Es el cráter del volcán Batea Mahuida, que cuando estaba activo fue su caldera y ahora es uno de los atractivos de Villa Pehuenia, un pueblo de Neuquén con fisonomía de aldea de montaña, a 310 kilómetros al oeste de la capital provincial. El agua está tan congelada que algunos caminan sobre la superficie.
Cuanto más cerca se está de la laguna, más se sienten el rugido y el frío del viento. Desde ahí se ven las pistas del parque de nieve, donde cada invierno llegan 8 mil turistas. También se puede apreciar la inmensidad del lago Aluminé, “la plaza” de este pueblo patagónico.
Rumbo a la cima del Batea Mahuida, desde donde se ven los volcanes Copahue, Villarrica, Lon- quimay, Lanín y Sierra Nevada, la ansiedad aumenta: uno quiere ver nieve. Pero la cantidad acumulada no es suficiente como para abrir el parque. La comunidad mapuche puel, que administra el cerro, espera bajas temperaturas, una gran nevada y al menos un metro de nieve, un colchón blanco suficiente para esquiar. Sin nieve, el cerro es ideal para hacer cumbre en camioneta, en bicicleta, a caballo o a pie.
En la base del Batea Mahuida, a 1.700 metros de altura, hay una confitería y locales para alquilar esquíes, botas, bastones y tablas de snowboard. También se aprecian los medios de elevación, que llevan a los esquiadores 200 metros más arriba, desde donde un sendero de ripio conduce a la antigua caldera.
Aventuras en el cráter
A medida que se asciende, uno puede ver más nieve, lo que da la pauta de que el agua del cráter está cristalizada. Los que no se animan a caminar sobre la superficie trepan sobre rocas volcánicas y se reflejan en la corteza de hielo, agrietada y azul oscura. Varias camionetas llegan hasta allí y se detienen sobre el margen de la laguna. En verano se puede “hacer” playa sobre arena blanca de piedra pómez. Los visitantes sienten el embate del viento frío en la cara, todavía asombrados porque allí alguna vez se retorcía la lava del volcán.
Después de un desayuno calórico con tostadas de pan de campo y dulce de rosas del jardín de la hostería Al Paraíso, con una vista frontal al Aluminé, los turistas están listos para disfrutar de un subibaja en mountain bike que permite conocer rincones boscosos de la villa.
Con sol y poco viento, característico de las mañanas, el día favorece la aventura. El guía Fernando Mocco impone el desafío: alcanzar una playa del lago Moquehue, al oeste del Aluminé, más próximo al límite con Chile, a 11 kilómetros.
Del asfalto de las calles del pequeño centro se pasa a un sendero de ripio que corre entre la ruta 13 y las primeras casas de familias mapuches. Por el camino se cruzan vacas. El entorno es inhóspito y, al llegar al paraje La Angostura –nombre con el que fue bautizada la zona antes de que se creara Villa Pehuenia en 1989– se torna más boscoso. Y el camino, más oscilante. Después de cruzar tres arroyos hay que seguir a pie unos veinte minutos por un bosque para poder llegar a las orillas del Moquehue. Abundan los ejemplares de araucaria –árbol autóctono y centenario que las comunidades originarias conocen como pehuén–, ñire, coíhue y roble pellín.
Al bajar a una playa de rocas, el objetivo está cumplido: el grupo de aventureros está a metros del Moquehue, que se muestra transparente de lejos y azul de cerca. Es inmenso: cubre 26 kilómetros cuadrados, aunque ocupa la mitad que el imponente Aluminé. Llueve y la copa de un coíhue sirve de paraguas. Fernando arranca una ronda de mates y reparte alfajores regionales de harina de piñón, la semilla de las araucarias.
“Escuchen el ruido del agua, de la llovizna, del viento, de las hojas, el canto de las cachañas (especie de loro)”, propone el guía. Un arco iris que se formó en el cielo y el reflejo de los picos de las montañas en el lago componen la postal final de un recorrido de tres horas, una experiencia que acerca al costado más virgen de Villa Pehuenia, convertida hace cinco años en el tercer destino turístico de Neuquén.
Para recargar energía, Leonardo Lutman sirve hamburguesas de ciervo y jabalí en su restaurante La Panchería, que está en el golfo Azul, un corredor gastronómico frente al Aluminé. En lo que resta de la tarde espera una actividad más contemplativa, aunque igual de atrapante: recorrer el lago en un catamarán. El sol ayuda a mantener el cuerpo caliente a medida que baja la temperatura a cuatro grados. Alejandro Peralta está a cargo de Acuario, que navega por primera vez estas aguas en invierno.
Son cerca de las cuatro de la tarde y empezó a soplar viento del oeste. A vela, sin los ruidos del motor, la embarcación surca las islas y sus playas. El agua es tan transparente que es posible ver el fondo rocoso. Durante toda la navegación se puede distinguir la cima del Batea Mahuida, al que llaman “Batea” por la forma que obtuvo la cima cuando explotó el volcán. Empieza a llover y, una vez más, la naturaleza sorprende: un arco iris enmarca el lago Aluminé. El regreso a Villa Pehuenia suma un atributo gastronómico: una picada de fiambres patagónicos en el catamarán.
Ruta resbaladiza
De mañana, después de una llovizna tímida caída a la madrugada, la ruta 11 se ve llena de nieve y transitarla resulta una travesía complicada. El guía Facundo Faccio conduce su camioneta 4×4 sobre las huellas marcadas en el camino. Por ahora, el paisaje es puro pino canadiense. A medida que se avanza hacia Moquehue, un pueblo de sólo 300 personas a 23 kilómetros de Villa Pehuenia, empiezan a aparecer las araucarias, cuyos picos están teñidos de blanco. Moquehue luce más boscoso y virgen que Pehuenia. Allí se realiza la primera parada: la playa de la Bella Durmiente, con la isla Lepén de frente, llamada así porque allí está enterrado Albert Lepén, un francés que se estableció en la zona a principios del siglo XX. Ahora la arena de sedimento volcánico es blanca y el río Moquehue se ve azul, el agua quieta y fría.
Otra vez en camino, el vehículo vadea el arroyo Quillahue y se introduce en un territorio cada vez más boscoso, en el que resaltan pinos de gran altura y algunos tocones, testimonios de que en la zona se vivió de la madera.
“Fueron talados por los aserraderos, que hicieron estos caminos allá por 1960. Los usaban para bajar la madera. Con el fin de no afectar la zona, para los recorridos en 4×4 se utilizan esos mismos caminos”, relata Facundo.
Ahora el grupo de aventureros es rodeado por ñires, lengas, coíhues y araucarias. Parte de la vegetación está cubierta de líquenes, lo que marca la pureza del aire. Después de sortear pequeños arroyos de deshielo –el agua llega casi hasta las puertas de la camioneta–, hay más historia cruda: el corte de una montaña permite ver los diferentes estratos de procesos volcánicos: arriba, una franja grisácea de piedra pómez; abajo, otra de color marrón, arcillosa.
Enseguida se ingresa en la reserva Pulmarí, ascendiendo unos 8 kilómetros hasta un mirador con vista al pueblo y el lago Moquehue, la isla Lepén y los cerros Colorado y Bella Durmiente.
El clima se vuelve más seco y los copos de nieve son más grandes. Es una buena señal: en el centro de esquí habrá suficiente nieve acumulada, como para que la comunidad mapuche reciba a los turistas. Una procesión de camionetas y autos con cadenas se desarma en búsqueda de estacionamiento en el ingreso al parque. Los chicos salen corriendo de los vehículos y se tiran en la nieve, se revuelcan, se paran y se dejan hundir. Los pobladores mapuches alquilan esquíes, tablas de snowboard y raquetas. También acuerdan excursiones en moto de nieve. Los artesanos exponen mantas de lana y ponchos. Como cada año, la comunidad mapuche agradece a la montaña por brindarle su bendición de nieve.
Por: Agustina Heb