Sin agua apenas sobreviviríamos entre tres y cinco días, mientras que sin comer podríamos aguantar semanas. Este líquido es básico para el funcionamiento del organismo: forma la sangre, fluye por el cuerpo, transporta oxígeno y nutrientes a las células, nos ayuda a eliminar los productos de desecho del cuerpo y contribuye a mantener la temperatura corporal, entre otras muchas funciones. De ahí que la sed sea uno de los impulsos instintivos de supervivencia más poderosos que existen.
Ahora bien, ¿cómo controla el cerebro cuándo necesitamos beber y cuánto? Hasta el momento se solía pensar que cambios en el volumen de la sangre o en su concentración era lo que nos empujaba a buscar agua. No obstante, esa teoría planteaba algunas incongruencias: por ejemplo, un vaso de este líquido consigue saciar la sed en segundos, mucho antes de que el agua llegue al torrente sanguíneo, un proceso que requiere decenas de minutos. Y cuando comemos, sentimos sed de forma inmediata y no una vez que la comida se digiere, es absorbida y llega a la sangre.
“Hasta el momento era un misterio en ciencia de qué forma el cerebro lograba anticipar desequilibrios futuros en la sangre y provocar sed”, explica el investigador Zachary Knight, de la Universidad de California San Francisco (EEUU).
Este químico lideró un estudio, que recoge la revista Nature, con el que descubrió que existen una serie de neuronas encargadas de realizar predicciones en tiempo real sobre cómo la comida y bebida que estamos tomando influirá en el futuro inmediato en el equilibrio de los fluidos corporales. Y “como resultado de esas predicciones, ajustan nuestro comportamiento de ingesta de agua”, señala Knight.
Junto a su equipo, este investigador logró registrar por primera vez la actividad de las neuronas encargadas de la sed en ratones. Estas neuronas están ubicadas en el órgano subfornical, una pequeña estructura situada fuera de la barrera hematoencefálica cerebral, y observó que reciben señales procedentes de la boca mientras tomamos alimentos o bebidas.
Esas señales les envían información acerca de cuánta agua o comida estamos tomando. Y entonces estas neuronas, que también monitorizan de forma continua el volumen y la composición del torrente sanguíneo, realizan predicciones de cómo cambiará el equilibrio de fluidos del organismo en los próximos minutos, cuando los alimentos se absorban.
“Esas señales que reciben desde la cavidad oral permiten a las neuronas provocarnos la sensación de sed de forma preventiva como respuesta a la ingesta de comida, por ejemplo, de manera que no se produzcan desequilibrios en la sangre una vez que se absorben los alimentos”, afirma Knight. Y también nos generan la sensación de saciedad tras beber un vaso de agua, cuando calculan que la cantidad que hemos tomado de este líquido es suficiente.
Ahora bien, qué tipo de señales envían los receptores de la boca a estas neuronas reguladoras de la sed se desconoce. En su estudio, los investigadores de la Universidad de California San Francisco identificaron que una de esas señales tiene que ver con la temperatura: al parecer, el consumo de líquidos fríos reduce la actividad de las neuronas de la sed de forma más contundente que el de bebidas calientes.
“De hecho, hemos demostrado que tan solo refrescándole la lengua a un ratón somos capaces de aplacar la actividad de sus neuronas de la sed. Y eso explica por qué la gente considera que las bebidas frías calman antes la sed”, comenta Knight.