Pablo Escobar Gaviria pidió agua mineral. Se la sirvieron en una copa de cristal de Bacarat. El no tomaba bebidas alcohólicas: tenía su bodega repleta de botellas de cerveza sin alcohol, que le gustaba saborear en las madrugadas cuando fumaba un porrito de marihuana. “No tengo ningún vicio”, se jactaba.
Esa noche, en un lujoso apartamento en el barrio Sears -con pisos de parquet cubiertos por una película de laca brillante, sillones estilo Luis XV en terciopelo rojo y columnas jónicas que enmarcaban un bar con las iniciales P.E.G.- el capo del Cartel de Medellín le contó al premiado periodista colombiano Germán Castro Caycedo las anécdotas más increíbles de su vida de narco.
Sobre el muro, una piel y una cabeza de cebra adornaban el cargado espacio. El animal con ojos de vidrio disparó el primer tema de conversación: el zoológico que recién había terminado de montar en su hacienda de Puerto Triunfo, en el Magdalena Medio.
“No me querían dejar traer los animales: me decían que ya había zoológico en Medellín, que si los estatutos , que si la peste… Y yo pagando fortunas en pastajes, granos y terrenos allá en los Estados Unidos. Hasta que se me acabó la paciencia, o mejor dicho se me saltó la puta piedra, y ordené a mi gente que me mandaran los animales en un jumbo de carga. Mi Arca de Noé”, explotó el capo.
La historia cuenta que el avión aterrizó una semanita después y que los de Hacienda y los de Aduana “le pusieron problemas”.
-¿Papeles? ¿Permisos?, inquirieron los oficiales.
-¿Cuál permiso?, preguntó Pablo.
-Pues el permiso, señor: son animales.
Ya habían bajado las jirafas, la jaula con el hipopótamo y las cebras. Habían movido una grúa gigante para poder hacerlo. “Era todo muy ostensible y no pude sobornar a estos gonorreas. Para males, una de las cebras me estiró la pata porque llegó enferma. Es esa que está en la pared“, le dijo al periodista y señaló al bicho con insospechada ternura.
Escobar estaba enfurecido con los empleados estatales, y le ordenó a uno de sus secuaces: “Cuadren a los seis camiones. En los de allá metan lo gordo: elefantes, hipopótamos, jirafas, rinocerontes, todas esas aplanadoras. Y en estos, las aves y animales livianos. Pero todo con mucho cuidado, ¿me entiende?”.
Los hombres del Cartel corrieron presurosos para obedecer al Patrón que estaba de mal talante. Cuando terminaron de cargar los camiones, ya había llegado gente de la Alcaldía, del departamento de salubridad, de la policía, un delegado del Ejército y otro del cuerpo de Bomberos…“solo faltaban las Damas Grises, las Hijas de María y los Caballeros del Santo Sepulcro”, relató Escobar con sorna.
“Fuimos a las fincas y a los pueblos para comprar cuanto pato, gallina, loro y cotorra había. Compramos cabras, chivos, ovejas…”, se rió el zar de la droga al recordar.
A las tres de la mañana los hombres del Cartel de Medellín regresaron al zoológico. Sacaron todos los antílopes, los canguros, las cacatúas negras de Indonesia, las gallinetas de Nueva Guinea, los cisnes blancos de Europa, los faisanes y las grullas reales. A cambio dejaron los animalitos de granja. “La mercancía nacional”, resumió Pablo.
Pero en medio de esa increíble mudanza, un secuaz le informó que se había presentado un problema:
-Patrón, las cebras.
-¿Qué las qué?
-¡Las cebras! Están en actas y hay que reemplazarlas.
-Pues vayan a traer burros grises y que alguien consiga un tarro de pintura negra y una brocha. Que los camiones con las cabras arranquen para Puerto Triunfo y usted espere a que lleguen los burros y me los pinta bien pintados antes de que amanezca.
Al llegar a su hacienda, Escobar empezó a contar los animales. Controló minuciosamente que sus empleados los trataran bien, los limpiaran y alimentaran. Pero cuando ya todo era alegría, uno de sus bandidos le dijo:
-Falta un hipopótamo.
-¿Un hipopótamo?
-Pues sí, no hay más que uno.
Sorprendido por la noticia, Escobar le arrancó de las manos los papeles de la compra. El registro era claro: sólo había comprado un macho.
–Acá hay que comprar una hipopótama porque el Arca de Noé está coja. Que llamen a Miami y pidan que me manden una hembra en un avión ya.
La hembra hipopótamo aterrizó en Turbo, un puerto al norte de Medellín por donde entraba el contrabando de medio país, y la pusieron a pastar en un potrero. Obviamente, el gigantesco animal no pasó inadvertido en la ciudad. A las pocas horas llegaron los periodistas de Antioquía, de las radios y hasta de los canales de Bogotá ansiosos por contar detalles del gran acontecimiento.
“Cuando supe que habían tomado fotos, mandé rápido un camión con un contenedor, empacamos a la hipopótama en ese calor tan hijueputa -¡pobre animalito!- y nos vinimos para Puerto Triunfo”, rememoró.
En el camino se cruzaron con un camión de salubridad, otro del Ejército y uno de la Cruz Roja. Pablo se asomó por la ventanilla y les gritó:
-¡Chao gonorreas de mierda!
Escobar pagó más de dos millones de dólares en efectivo por los animales que finalmente compró al International Wildlife Park en Dallas, un obsoleto zoológico a las afueras de la ciudad que ofrecía safaris, paseos en camello y show de un canguro boxeador.
“Mi papá quedó descrestado por la variedad de animales que encontró en ese lugar y no tuvo reparo en subir por unos minutos al lomo de un elefante. Sin dudarlo un segundo, negoció con los dueños del zoológico —dos hermanos, grandotes, de apellido Hunt—, pagó dos millones de dólares en efectivo y quedó en enviar muy pronto por sus animales”, escribió su hijo Juan Pablo, en el libro “Pablo Escobar, mi padre”.
Juan Pablo también recordó el día en que su padre regresó de la hacienda de los hermanos Juan, Jorge y Fabio Ochoa Vásquez, co-fundadores del poderoso cartel de Medellín, con la idea fija de tener su propio zoo privado.
El clan Ochoa había construido un hermoso parque en el municipio de Repelón, con gran cantidad de animales exóticos. Pablo quedó impactado. Y volvió varias veces a la hacienda de sus socios para preguntar cómo era el montaje de un zoológico, cómo se alimentaban los animales y qué tipo de hábitat necesitaban para sobrevivir. “Para tener claro el asunto compró la biblioteca de National Geographic en la que examinó el clima de la zona y seleccionó las especies de animales que se adaptarían allí”, contó Juan Pablo, que en ese entonces apenas tenía cuatro años.
Al primer grupo de animales lo llevaron en barco desde los Estados Unidos a Colombia. Pero el viaje fue largo y penoso, algunos llegaron enfermos y Escobar optó por una solución increíble: llevar los futuros “envíos” en avión directo hasta Medellín. Obviamente, en vuelos clandestinos. Su capricho le costó una fortuna.
Escobar sentía fascinación por los pájaros. Recorría el zoo y se detenía en especial en las enormes jaulas donde estaban exhibidas las aves más exóticas del mundo. Podía pasar horas frente a la jaula de las loras de colores, sus preferidas.
En un viaje que hizo a Brasil, en marzo de 1982, encontró una especie que no conocía: una lora azul con ojos amarillos. El animal era único y estaba protegido por las leyes brasileñas. El capo le ordenó a uno de sus pilotos que la sacara de contrabando del país. La lora viajó sola en un jet privado. “Este animalito de Dios me costó cien mil dólares”, subrayó el Patrón con orgullo.
Durante el apogeo, Pablo abrió la Hacienda Nápoles al público. “Hijo, este zoológico es del pueblo”, le dijo a su primogénito. “Mientras yo viva, jamás voy a cobrar, porque me gusta que la gente pobre pueda venir a ver este espectáculo”.
La alimentación y el cuidado de sus animales era algo que controlaba en persona. Una vez notó que los flamingos habían perdido su color rosado. Preocupado, consultó a un veterinario. Pero el hombre no sabía nada de aves y le dio el peor de los consejos: “Hay que alimentarlos con langostinos”. Escobar mandó a comprar todos los crustáceos de la zona. Seis meses más tarde, desilusionado y furioso, se dio cuenta que la dieta no había funcionado: sus aves seguían tan pálidas y blancas como el primer día.
“Escobar sentía una atracción profunda por las bestias gigantescas y salvajes”, reveló Virginia Vallejo, presentadora estrella de la tevé colombiana y una de las amantes preferidas del narco. Dicen que fue por eso -o porque su pequeña hija Manuela se lo pidió- que mandó a construir varios dinosaurios y un mamut en tamaño real para decorar su hacienda.
Para erigir animales prehistóricos a escala real –“años antes de que Steven Spielberg imaginara Jurassic Park”, diría su hijo- contrató a un reconocido artista de la zona, a quien llamaban “el Diablo”. El hombre construyó enormes dinosaurios de cemento y vivos colores para deleite de los hijos del narco. Los gigantes todavía siguen allí.
Pero el 3 de diciembre de 1993, cuando Pablo cayó muerto con un bala en la sien derecha -un sólo días después de haber cumplido los 44 años-, casi todo lo que había creado cayó con él.
Las autoridades allanaron la hacienda Nápoles. Muchos animales murieron. Los investigadores perforaron los dinosaurios creyendo que estaban llenos de dólares. Llegó el declive y el abandono. Pero aquellos hipopótamos de su Arca de Noé, sobrevivieron. Y se reprodujeron. Hoy suman casi 40. La mayor manada fuera de África.