Si te llevas un pedazo de masa de pan cruda a la boca y lo masticas lentamente, notarás cómo va adquiriendo consistencia hasta alcanzar una elasticidad parecida a la del chicle. Se debe a que la harina de trigo, el cereal más consumido en el mundo, contiene gluten, o lo que los chinos muy gráficamente apodan como músculo de la harina. Este componente consiste, sobre todo, en gliadinas y gluteninas, las moléculas proteicas más grandes de la naturaleza. Ellas son las que se ocupan de mantener cierta tensión en los panes, como hacen las fibras musculares de nuestros brazos. Mientras están secas dentro del saco de harina, ambas proteínas permanecen inmóviles, pero en cuanto se humedecen con agua, empieza el baile: se desplazan, cambian de forma, se acercan unas a otras, establecen enlaces entre ellas y, finalmente, se disponen formando una espiral con muchas vueltas. Si la masa se estira, estas curvas se enderezan, y si se relaja, las espirales vuelven a formarse y la materia prima encoge.
Aunque los panaderos manejan a diario la química del gluten con absoluta naturalidad en sus obradores, si nos paramos a analizarla a fondo hay que reconocer que se sale de lo común. Por un lado, las levaduras del pan generan gas –dióxido de carbono– por la fermentación de los azúcares, y la masa se expande como un globo. Pero simultáneamente, nuestro protagonista forma una malla con la resistencia necesaria para que las paredes de las burbujas internas nunca lleguen a romperse. Así, cuando la hogaza o los productos de bollería se hornean, el gluten inflado se seca y forma una estructura al mismo tiempo flexible y consistente que deja múltiples huecos en su interior.
Reacción sin sentido
En definitiva, que podamos disfrutar de una tierna miga porosa o de un bollo esponjoso y ligero es posible gracias a las singularidades de esta molécula, que ha convertido a los seres humanos en incansables panívoros durante, al menos, los últimos 10.000 años de historia. Sin embargo, conviene recordar que no todo el mundo puede darse el gusto de pegarle un mordisco a una tosta o a una pizza tradicional. El sistema inmune de los afectados por la llamada enfermedad celíaca –la sufre una de cada cien personas, aproximadamente– consideran el gluten como un peligrosísimo cuerpo extraño del que se debe defender con uñas y dientes. Este error defensivo lleva a que, tras ingerir pan, pasta o galletas, se desencadene una agresiva reacción en el intestino delgado que inflama y destruye el epitelio digestivo. La consecuencia inmediata es que las vellosidades con forma de dedo que cubren la mucosa intestinal, llamadas enterocitos, se atrofien.
Con semejantes daños, resulta imposible absorber de forma adecuada los nutrientes de los alimentos. Como, hoy por hoy, no existe tratamiento para esta intolerancia, el único modo de evitar la anemia, la diarrea crónica, la osteoporosis grave o el retraso en el crecimiento que acarrea es someterse a una dieta estricta, ausente de gluten, de por vida. Eso implica renunciar a toda la comida que contenga cuatro tipos de grano: trigo, centeno, cebada y avena. También están prohibidos híbridos o derivados de estos, como el kamet, la espelta y el triticale. La preocupación de los expertos sanitarios por la celiaquía es más que comprensible si tenemos en cuenta que actualmente hay cuatro veces más afectados que hace cincuenta años, tal y como sacaba a la luz la clínica estadounidense Mayo en un estudio publicado por la revista Gastroenterology. “Algo ha cambiado en nuestro entorno que vuelve la dolencia más común”, advierte el gastroenterólogo Joseph Murray, coautor de la investigación, aunque de momento admite desconocer en qué radica ese cambio.
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Una proteína delatora
Según un trabajo de las universidades suecas de Umea y Upsala, la explicación podría encontrarse en la –mala– salud de los bebés. Sus datos indican que sufrir tres o más infecciones durante los seis primeros meses de vida incrementaría las posibilidades de ser celíaco en nada menos que un 50 %. Y cuando la afección que se repite una y otra vez es una gastroenteritis, la probabilidad se dispara al 80 %. La investigación reveló asimismo que si la lactancia materna se interrumpe pronto, antes de introducir el gluten en la dieta del niño, el peligro de que aparezca la intolerancia vuelve a acrecentarse.
En Finlandia, los científicos han estrechado el cerco poniendo su mirada en los virus. De acuerdo con estudios del ADN de pacientes, los genes que predisponen a desarrollar la celiaquía están relacionados con las defensas del sistema inmune frente a la invasión de dichos patógenos. “Eso hace sospechar que las infecciones víricas están conectadas en cierto modo con la intolerancia al gluten”, asegura Päivi Saavalainen, coautora de la investigación.
De todos modos, la genética relacionada con la celiaquía es más compleja de lo que parece, como demuestra una investigación multidisciplinar destinada a reconstruir la historia de la evolución de los europeos, y en la que han participado expertos españoles. “Se han detectado una serie de genes que aumentan el riesgo a contraer la enfermedad: unos pertenecen al sistema autoinmune y otros, como los que encontramos en nuestro estudio de selección prehistórica, están más bien relacionados con la prevención de carencias vitamínicas –concretamente, de ergotioneina– en dietas casi exclusivamente basadas en cereales”, señala Carles Lalueza-Fox, investigador del Laboratorio de Paleogenómica del Instituto de Biología Evolutiva, en Barcelona.
Estos genes son dos y se llaman SLC22A4 y ATXN2/SH2B3. Todo apunta a que surgieron para protegernos del déficit de vitaminas derivado del paso de una dieta altamente proteica –la del Mesolítico– a una más agrícola, la que adoptamos a partir del Neolítico, hace unos 10.500 años. El problema es que, de forma secundaria, algunas de las variantes de este par de genes predisponen a la celiaquía. “Serían beneficiosos para la supervivencia de las poblaciones neolíticas, pero en la actualidad, cuando nuestras dietas ya no están tan basadas en los cereales, se han convertido en una desventaja”, matiza Lalueza-Fox.
Diagnosticar si una persona es o no celíaca es otro de los quebraderos de cabeza para la medicina actual. De hecho, como subraya Murray, “algunos estudios sugieren que por cada persona diagnosticada hay nada menos que treinta que lo sufren sin saberlo”. Y dado que la mortalidad por celiaquía silente también se ha multiplicado por cuatro, urge tomarse en serio el problema.
A disipar las dudas podría contribuir un reciente trabajo del grupo de Genética Molecular Humana y Animal de la Universidad de Jaén, que ha desenmascarado la implicación de una molécula de nuestro sistema defensivo, la interleucina-33, en el proceso inflamatorio que se produce en los celíacos al ingerir gluten. La misión de esta proteína es regular los posibles errores en la activación o proliferación de las células inmunitarias, lo cual la convierte en una buena candidata para convertirse en un marcador preciso de la enfermedad, según adelantan los expertos. “Actualmente, muchos facultativos cuentan con problemas para diferenciar la celiaquía de otras enfermedades inflamatorias intestinales, como el síndrome de colon irritable. La citada interleucina podría salir en su auxilio, pues si un paciente la presenta en niveles elevados, podría poner al facultativo sobre la pista de la enfermedad”, subraya Maribel Torres, principal responsable de la investigación.
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Una farmacia interior
Otra noticia esperanzadora para los afectados es que su dieta sin gluten podría tener los días contados si prosperan investigaciones como las que llevan a cabo Thomas J. D. Jørgensen y sus colegas de la Universidad del Sur de Dinamarca. Al igual que otros muchos científicos, ellos tampoco cejan en su empeño por encontrar un medicamento eficaz que cure esta intolerancia. Para ello, buscan pistas que les ayuden a entender la reacción de los anticuerpos que produce el sistema defensivo de los celíacos en contacto con la enzima transglutaminasa tisular (tTG), a la que dirigen su ataque de fuego amigo.
Si se lograra modificar la actividad o la estructura de la tTG, la medicina podría evitar la destructiva reacción autoinmune. Otro estudio del Hospital Universitario de Tampere, en Finlandia, centra sus esperanzas en la enzima ALV003, que si se ingiere junto con las comidas reduce la exposición al gluten. Más posibilidades de éxito tendría tomar una píldora de KumaMax. Así se ha bautizado una enzima modificada que, según han demostrado científicos del Instituto Médico Howard Hughes, en Estados Unidos, es capaz de hacer añicos prácticamente el 100 % de las proteínas que causan la reacción inmune, hasta en las condiciones de extrema acidez del estómago. Las defensas no tendrían así diana a la que atacar y desaparecerían de un plumazo los síntomas, incluso si el paciente almorzara un hipotético bocadillo de avena acompañado de una refrescante cerveza rebosante de cebada.
Por su parte, expertos franceses del Instituto Nacional para la Investigación Agronómica (INRA) y del Instituto Nacional de la Salud (INSERM) apuestan por la elafina, proteína con propiedades antiinflamatorias menos abundante en los celíacos que en las personas sanas. Esta molécula previene la destrucción del aparato digestivo e interactúa con las enzimas vinculadas a la enfermedad autoinmune. Es decir, un chute de elafina reduciría la toxicidad del gluten. En lugar de recetarla para ser ingerida por vía oral, los investigadores apuestan por administrar una bacteria ácido-láctica inocua y habitualmente presente en la comida: Lactococcus lactis. Esta sería modificada para fabricar el antídoto dentro del sistema digestivo en cantidades industriales. El INRA ya ha patentado tan prometedora estrategia terapéutica en esta línea.
Hasta que estas iniciativas prosperen, a quienes sufren la intolerancia crónica no les queda otra que seguir restringiendo su alimentación a los alimentos sin gluten. Pero ¿qué sucede si no eres celíaco? ¿Es más sano evitar la molécula proteínica, idea popularizada por famosos como Lady Gaga, Victoria Beckham y Novak Djokovic? La mayoría de los expertos aseguran que no. A pesar de la reciente tendencia a considerar el gluten como uno de los villanos de la nutrición, lo cierto es que no hay ninguna prueba científica de que perjudique la salud. Al contrario: sabemos que los granos enteros como los del trigo son una fuente recomendable de fibra, vitaminas, hierro, calcio, ácido fólico y varios minerales.
Teniendo en cuenta que ese cereal forma parte de la dieta mediterránea desde tiempos inmemoriales, y que se ha demostrado que esta pauta alimentaria alarga la vida, ayuda a prevenir el cáncer y reduce el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares, renunciar a él sin sufrir problemas de intolerancia no parece lo más sensato. Así lo sostiene Marta Cuervo, nutricionista de la Universidad de Navarra. Según esta experta, “posiblemente estamos ante una dieta milagro más. Pasará un tiempo y aparecerán otro tipo de modas alimentarias que la desbancarán. No veo el sentido de demonizar el gluten en personas que no sufran la enfermedad celíaca, como tampoco se lo veo a evitar la lactosa si la digerimos perfectamente”, concluye la doctora Cuervo.