Aruba: Placer, sol, caribe

La isla ofrece 11 kilómetros de playas de arena blanca, deportes náuticos, tragos, platos típicos, marcas históricas de la colonización holandesa y la combinación moderna y antigua que exhibe Oranjestad, la capital.

El gris ganó la pulseada, el cielo es suyo. No quedan rastros de ese sol glorioso que atraviesa el agua, la tiñe de turquesa y deja el fondo marino al desnudo. La arena blanca, fina y suave, no brilla como en el fondo de pantalla que traje en la retina. El paisaje de Aruba hoy descansa. Intuyo que sólo así pudo ser el día en que los españoles le dieron la espalda a este rincón del Caribe, allá por el amanecer del siglo XVI. Obnubilados por otro brillo, el del oro que no supieron descubrir, clavaron el cartel de “isla inútil” y apuntaron la proa hacia otro rumbo. Esa secuencia de conquista y abandono es un patrón que atraviesa los últimos 500 años de esta pequeña porción de tierra cobijada por el mar. Lo digo convencido, con esa impunidad del turista que recrea la historia local sobre el pedestal de sus ojotas. El escenario invita: el bar cerró, el puesto náutico también, los gritos del beach voley se apagaron. La playa vacía se vuelve contemplativa y apenas la empaña una brisa que remolca un reggaeton lejano. Viene de un barco pirata que cruza la línea del horizonte; hay fiesta a bordo. Lo pierdo de vista. Ya va a volver. Igual que ese oleaje suave que acaricia mis pies y se va. El agua está tibia y los ecos del reggaeton se van disipando. Basta de ojotas. Presiento que hay oro en mi próximo chapuzón.

Aruba: placeres bajo el sol del Caribe

Turistas de los cinco continentes desembarcan de los cruceros en el puerto de Oranjestad para recorrer tiendas, casinos, joyerías y playas durante horas.

Alcanza un rato en Aruba para saber que aquí siempre hace calor, incluso si un cielo inesperadamente cerrado da la bonbini (bienvenida en papiamento, la dulce lengua local). Amayra, la amable guía de nuestro grupo, nos explicó con esmero que los días nublados son excepcionales. El calendario local se jacta de sus más de 300 días de sol y una temperatura media de 28 grados. En estas tierras de formación volcánica brotan ejércitos de cactus y los simpáticos fofoti y divi divi, que se entregan al mandato de los vientos alisios y recuestan sus copas como pincelazos paralelos al piso. La “isla feliz”, como la rebautizaron los locales, pertenece a Sudamérica -está a 25 km de la costa de Venezuela, que se puede ver los días despejados– y funciona como nación autónoma desde 1986, aunque aún forme parte del reino de los Países Bajos. Su población, unas 120 mil personas, se tiñe en la mixtura de 90 nacionalidades. El sincretismo se hace Babel: la mayoría de los arubianos habla, además de papiamento, holandés, inglés y español.

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Eagle Beach es una de las playas más recomendadas por los pobladores de Aruba.

El sol en retirada

Son las 18.30. Una estela luminosa divide el cielo del mar, es el último resquicio de un sol que hoy perdió la partida. Momento de dejar la playa y decidir si mate o cerveza. De camino al bar, se hace evidente que los estadounidenses acá (en el hotel Riu Palace y en Aruba toda) son mayoría. Ya están en la puerta del buffet, haciendo cola para cenar, vestidos de noche, con esos bronceados rojizos que encandilan. El jet lag cultural nos divide entre perfumados y fundamentalistas de la malla mojada. Al pasar miro de reojo la carta: promete noche mexicana y pesca del día; mariachis y cangrejo frito. Paso y quiero.

 

El segundo día, Aruba es Aruba. El cielo abrió y el sol refracta sobre el blanco en la cubierta del submarino Atlantis VI. Los 48 asientos están ocupados. La cabina es sumamente angosta y una vez adentro no hay chances de moverse. Nos sumergimos. Estoy sentado frente a una ventana circular, un ojo blindado en el que los corales de Barcadera (al oeste de la isla) se proyectan como una película muda y multicolor. Cada pasajero tiene un instructivo con nombre y dibujo de las especies que puede encontrar. “Este es un pez trompeta; mirá aquel pez loro; look at this blue tang”. De pronto aparece un barco hundido y el asombro silencia al biólogo en ojotas que llevamos dentro. Pasamos lento junto a la proa, un mástil partido, una ventana que quedó abierta para siempre. Es fascinante imaginar ese momento en que se hundió -la desesperación, el miedo, la resignación- y sentirse por un rato James Cameron filmando los vestigios del Titanic.

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La costa oeste de la isla (hacia el mar Caribe) ofrece una sucesión de balnearios en 11 kilómetros de playa.

La magia es efímera: Brian, nuestro guía vestido de marinero, confiesa que aquí no hubo tragedia; el barco quedó varado en Aruba y lo hundieron como atracción turística. El Titanic son los padres, pienso, pero la decepción no empaña el atractivo submundo que se creó alrededor de sus restos. Me detengo en un cardumen (pez loro reina, según mi instructivo) que se camufla a la sombra de la proa para no convertirse en almuerzo ajeno, al menos hoy. Tocamos fondo, literalmente. Son 45 metros. “Felicitaciones, ya son parte de menos del 1% de la población mundial que llegó a las profundidades del mar en un submarino”, dice Brian. Hay aplausos y burbujas que emergen del otro lado del vidrio: señal de que volvemos a la superficie.

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En casi todas las playas hay salidas de snorkel y buceo.

El puerto está en el corazón de Oranjestad, la capital arubiana, una urbanización de construcciones modernas, con alguna reminiscencia colonial, sin grandes estridencias. La ciudad creció de la mano del turismo y es la cara aggiornada de Aruba. Los cruceros amarran durante unas horas y los turistas deambulan entre las joyerías, casinos, tiendas de recuerdos y grandes marcas (Gucci, Prada, Ralph Lauren, Louis Vuitton) del céntrico boulevard Lloyd Smith. Algunos precios son atractivos, aunque fuera de la regalería, la oferta comercial apunta al consumo de alta gama.

 

Casi todo lo que se ve, come y compra en Aruba vino del mar o fue importado. Desde que la isla se volcó de lleno al turismo, hace unos 50 años, las producciones se redujeron casi exclusivamente a la pesca, los derivados del aloe vera y el tratamiento del agua. Dice Amayra que el “awa” de Aruba es una de las más puras del Caribe. “Del mundo, también”, se envalentona. La planta de desalinización, que toma el agua del mar y la potabiliza, está a la vista y no es casual: es uno de los orgullos locales. De allí sale la materia prima para la Balashi, la cerveza local, suavemente amarga, producida según una receta alemana adoptada décadas atrás. Una degustación necesaria.

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En la capital, Oranjestad, reluce el colorido de las construcciones.

Oranjestad está enclavada en la mitad de los 11 kilómetros de playa que tiene la isla, una cadena de balnearios que abarca la costa oeste. Eagle Beach hace punta entre las más recomendadas por los locales y suele colarse en los rankings de mejores playas del mundo, además de ser elegida por las parejas que llegan a casarse en la arena. Baby Beach es la más familiar: el agua se mantiene a la altura de la cintura, ideal para ir con chicos. Otras, como Hadicurari, reciben vientos más fuertes y convocan a los surfistas. En casi todas se consiguen excursiones para embarcarse y pescar, hacer snorkel o buceo, sacudirse en el banana boat o probar el curioso jet lev, una mochila con propulsores de aire que vuela hasta 9 metros sobre el agua.

Alrededor de la isla hay 11 naufragios (desde un avión a un remolcador) que invitan al submarinismo. El más famoso es el del SS Antillas, un buque alemán de 122 metros de eslora, que fue hundido por su capitán (lo hizo implosionar) para no entregarlo a los holandeses en la década del 30. Una de las excursiones permite nadar sobre sus restos para volver a saciar el voyeurismo explorador, esta vez con un objetivo histórico real.

 

En Palm Beach están los hoteles más imponentes. “Habitualmente vienen muchos argentinos: gastan mucho y bailan poco”, bromea Gilberta Koolman, del Riu Palace Aruba, donde estamos alojados, una mole de tres cuerpos que forman una caja abierta que mira al mar y se conecta con el Antillas, otro hotel de la cadena. Su sonrisa arubiana se diluye un poco cuando admite que “el turismo argentino cayó un poco, ahora son más los chilenos”. Cada semana estos dos all inclusive (en la isla sólo hay 4) reciben dos aviones completos de Estados Unidos -el 80% de sus clientes- y otros dos de Inglaterra. Forman parte del high rise, la zona de hoteles altos donde también se instalaron Hyatt, Marriott y Hilton. A su alrededor floreció el área nocturna de la isla, un paseo que combina restaurantes de cocina internacional, casas de comidas rápidas, bares y boliches.

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La población de Aruba (unas 120 mil personas) se tiñe en la mixtura de 90 nacionalidades.

Como destino de playa, Aruba tiene una ubicación estratégica: está fuera de la zona de influencia de los huracanes. Sólo recibe la resaca. El reciente paso de Matthew, por ejemplo, dejó esas nubes que nos recibieron y el mar un poco revuelto. Pero en cuestión de horas, las postal se vuelve a formar. Las lluvias son escasas, se dan más entre octubre y enero, y no suelen ser un impedimento para aprovechar del día.

A medida que caminamos nos vamos sumergiendo. El agua al pecho, luego hasta los hombros y unos pasos después nos encontramos bajo el mar. Estamos en la isla De Palm, al oeste de Aruba, e iniciamos el seatrek, una caminata submarina con escafandra que es el mayor atractivo del tercer día. La primera impresión es extraña. Los oídos se tapan, hay que vencer cierta claustrofobia y el casco tarda unos segundos en acomodarse. Somos cinco caminantes y dos buzos que nos guían. Andamos lento, torpe. En el fondo del mar uno se siente liviano, pero el cuerpo se ralentiza, como esos sueños en los que uno quiere correr y no puede. Lo curioso es que no flotamos. Cada paso es una pequeña levitación, pero siempre volvemos a pisar el fondo. Debe ser el peso del casco (unos 35 kilos, dicen, que en el agua ni se sienten) el que nos hace de ancla. Llegamos hasta unos 5 metros de profundidad. La sensación es diferente a la de bucear, se asemeja más a lo que (supongo) vivirá un astronauta. De hecho, con la escafandra insuflando aire y el paso lento, es tentador presumir que uno está emulando al ruso Yuri Gagarin, aunque el impiadoso espejo de la realidad nos retrate como un trencito de Buzz LightYears.

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La “isla feliz” está a 25 km de la costa de Venezuela -se puede ver en los días despejados– y funciona como nación autónoma desde 1986, aunque forma parte del reino de los Países Bajos.

Perseguidos por los peces

Allí abajo hay peces, decenas, cientos tal vez, nadando alrededor. Algo los atrae, nos persiguen como adictos. El truco se descubre fácil, pero no llegué hasta el fondo del mar para mostrarle las costuras al paseo. Basta con decir que los peces están garantizados. También los erizos, las estrellas de mar, una esponja y un caracol habitado por un cangrejo poco sociable, de tenaza fácil. Los dos buzos los acercan para que los toquemos. Aquí no hay corales, sino un decorado montado para la excursión: un micro y un jeep hundidos, envejecidos por el agua, resbaladizos por el musgo. Un escenario apocalíptico que, una vez más, enciende el instinto de aventura. Pasaron los 20 minutos, la caminata terminó. Dejamos los cascos, los peces se van con los buzos. La experiencia es fascinante: consciente de que nunca voy a caminar sobre la luna, esto será lo más parecido. Venga una Balashi.

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Peces de colores, erizos, estrellas de mar, esponjas, caracoles y cangrejos están garantizados en toda excursión de snorkel o buceo.

San Nicolás preserva las marcas del tiempo en Aruba. Es el destino del cuarto y último día. El barrio creció bajo el manto de la refinería Exxon, que se instaló en 1932 y hacia mitad del siglo XX era el motor de la isla: llegó a tener 8 mil empleados. Durante la Segunda Guerra Mundial abastecía a los aliados y por su cercanía con el canal de Panamá, el barrio solía albergar ingleses y estadounidenses. Cuando el turismo le cambió la cara a Oranjestad, el maquillaje no pasó por aquí. Un proyecto de muralismo empieza de a poco a revalorizar sus calles con intervenciones artísticas intercaladas entre casas bajas construidas con tablones de madera, envejecidas, algunas emparchadas. “Así era Aruba antes”, sentencia Amayra.

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Un destino ideal para familias.

Reliquias en un bar

El Charlie’s Bar es uno de los vestigios de aquella época. Abrió en 1941 y hoy mantiene su ambiente bohemio. De sus paredes y techo cuelgan cientos de objetos de colección, algunos destacados para que luzcan, otros arrumbados juntando tierra. Mis preferidos son un payaso triste y un Popeye ubicados a la izquierda del mostrador. “El aspecto actual del bar comenzó en los 80, con el desarrollo del turismo y la clausura de la refinería. Mi padre fue pintor y creó aquí su propia colección de objetos”, cuenta Charles Brouns III, actual dueño del bar, nieto del fundador. “Todos los artículos tienen un valor sentimental y tienen que ver con Charlie’s Bar y San Nicolas”, agrega. Los turistas a su paso fueron dejando cosas: algún mate y banderines fútbol (al menos uno de River y otro de Ferro) son el legado argentino. También un billete de 10 pesos dedicado a Charles, un Belgrano que se pierde entre una colmena de dólares, euros, bolívares y otras monedas extranjeras escritas a mano. Son propinas que los viajeros dejan “autografiadas”.

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Charlies Bar, en el barrio de San Nicolas, funciona desde 1941 y mantiene su aire bohemio.

A unas cuadras se encuentra el Museo de la Industria, un lugar mucho más atractivo que su nombre. Allí nos recibe Henrick Heronimo, un rubio alto con pinta de arquero holandés, pero que lleva en su sangre un ADN 100% arubiano. Su familia echó raíces centenarias en la isla (“diez generaciones, algo muy raro aquí”) y él se cargó al hombro la curaduría de la muestra que parte de aquella idea de “isla inútil” y se encarga de refutarla.

 

Ya dijimos que Aruba produce poco más que agua, cerveza, cremas de aloe y pesca, pero en el camino encaró otras producciones que se iniciaban pujantes, alcanzaban un pico y se desinflaban. El oro, el fosfato y el petróleo pasaron de alguna u otra forma por esas curvas. Henrick cuenta cada uno de estos pasos con pasión. Durante un año visitó casa por casa a 30 familias y recolectó objetos, documentos e historias. Se detiene frente a un telescopio de madera elaborado en una pieza, su favorito confiesa, y se le iluminan los ojos al decir que ese objeto habla de la función que cumplía el piloto del puerto en el siglo XVIII. El museo tiene un planteo audiovisual atractivo, conciso y una instalación final imperdible. En un cuarto oscuro, seis LCD dispuestos en forma vertical proyectan la grabación de un anciano filmado en primer plano. Una persona distinta por cada pantalla. Y cuando uno habla, los demás escuchan. Son historia viva, un registro de primera mano del último siglo arubiano.

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Cenas en la playa, un momento imperdible en Aruba.

Al salir de la sala nos encontramos con uno de ellos: Oscar Henriquez, encargado de negociar la llegada del primer hotel internacional a la isla, cuando la idea de vivir del turismo aún era una fantasía lejana. Sonríe como buen arubiano y nos da la bienvenida. Podríamos decirle que nuestro viaje entró en la recta final, pero no tiene sentido despreciar la calidez de su “bonbini”. En un país joven y huérfano de próceres, don Henriquez tal vez aspire un día a ponerle la cara a algún florín (los billetes locales, que hoy ilustran meros, serpientes de cascabel y sapos). Es que aquellas puertas que él contribuyó a abrir hace más de medio siglo, hoy ven pasar a un millón de visitantes al año. Según cuentan aquí con visible orgullo, la tasa de retorno es la más alta de todo el Caribe. Desde la impunidad de mis ojotas me tienta decir que el turista es el conquistador más fiel que vio pasar Aruba por las ondulaciones de su historia.

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Un almuerzo con los pies en el agua.

Dejamos el museo, aún nos queda un rato de playa antes de armar las valijas. En unas horas cruzamos de punta a punta la isla; San Nicolás, Oranjestad, Palm Beach. Ya todo resulta familiar. Nos despide un sol glorioso, ese que todos venimos a buscar, el que salpica postales, realza la seducción del mar Caribe y siembra la duda de quién está conquistando a quién.

 

Por: Demian Doyle