Entre las tantas historias que se leen y se escuchan a diario, algunas tienen final feliz; otras, por desgracia no. Pero hay un tercer grupo intermedio, en el que el círculo no se cerró aún, como a la espera de una llamada del destino que permita que ese cierre termine siendo virtuoso, feliz.
El caso de Adrián podría incluirse en ese grupo especial, en el que quizás una mano bondadosa o un alma sin prejuicios pueda mirar más allá y darle una vuelta de tuerca a una vida llena de tormento, violencia y desamor.
Al borde de la ruta
Adrián fue rescatado tres años atrás, mientras deambulaba como un loco sin rumbo por el costado de la autopista Ricchieri, con la muerte pisándole los talones: estaba totalmente ciego, guiándose a tientas por sus otros instintos que pujaban por mantenerlo a salvo, el oído y el olfato.
Un voluntario del Refugio Don Torcuato decidió subirlo a su auto, con cierto temor ante un perro de gran porte y una raza de mala fama. Pero sin embargo se encontró con un pitbull bueno, manso y entregado. La gente del refugio enseguida se puso en campaña para curar las múltiples heridas que su joven cuerpo acusaba. Golpes, mordeduras, tajos por donde se lo mirara y tocara, Adrián era la viva imagen de las secuelas que las peleas de perros dejan en aquellos que son desechados, como un descarte. Mientras son útiles para su sangriento propósito, son mantenidos, siempre en un contexto violento. Cuando los días prósperos llegan a su fin, el adiós es corto, frío y desinteresado. Como si la relación amo-perro jamás hubiera existido. Al menos para el humano. Pero con seguridad no para el animal.
Sea porque perdieron peleas o, en el caso de Adrián, porque quedaron ciegos o malheridos, son largados a la calle donde seguramente encontrarán un tristísimo destino en poco tiempo. Adrián podría haber pasado a formar parte de la extensa lista de perros que aparecen atropellados en calles y autopistas, o envenenados, colgados y asesinados con saña.
Por fortuna no fue éste el caso. Los veterinarios están convencidos de que la ceguera del pobre pitbull es consecuencia de las incontables vejaciones a las que fue sometido, entre golpes, maltratos, peleas y varios tormentos más.
Blando a pesar del dolor
Sin embargo, el amor fue más fuerte que el rencor y la violencia. Hoy Adrián es un perro amoroso y agradecido. Se desespera por los mimos y caricias. A pesar de su condición, se maneja con soltura y confianza, siempre dispuesto a un gesto de cariño y amor, como agradeciendo el haber sido rescatado del terrible padecimiento.
Pero las secuelas de tanto tiempo de odio y estimulación para la pelea aún persisten por momentos, y la relación con otros animales es difícil de sobrellevar. En el Refugio Don Torcuato esperan más que ansiosos que alguien lo adopte. “Es un sol, un verdadero dulce con la gente, pero por desgracia no puede estar con otros perros, le enseñaron a odiarlos”, se lamenta Mónica Bianchi, responsable del lugar.
Adrián vivió una de las peores tragedias que puede tener un perro: la traición a su confianza. Luego, el maltrato y el posterior abandono. Por fortuna pudo ser rescatado a tiempo de una muerte segura. Ahora, espera que el círculo se cierre y pueda volver a confiar en los humanos. Esta vez, para siempre. Se lo merece.