Sea por machismo, sea para dormir más tranquilos o, tal vez, por las dos cosas juntas, muchos hombres prefieren, todavía, pensar que la infidelidad en la pareja es, básicamente, un asunto masculino. Sin embargo, ya desde hace tiempo, hay suficientes evidencias como para admitir que, en este sentido, las cosas cambiaron para siempre.
Según estudios realizados en Estados Unidos y Europa, entre el 55 y 60% de las mujeres de más de 35 años han tenido por lo menos una experiencia extramatrimonial. Este número puede ser aún mayor entre las mujeres que trabajan. Basta con atreverse a mirar con honestidad la realidad para afirmar que en la Argentina no ocurre algo muy distinto.
Estos números muestran que la infidelidad no es un asunto de género ni un hecho excepcional, sino una modalidad de conducta presente y tan frecuente que obliga a pensar que hay algo en la naturaleza misma del deseo humano que la impulsa. Es, con gozo o culpa, dolor o alivio, una de las vicisitudes posibles de los vínculos amorosos.
Porque aún cuando se ame a una sola persona, el objeto del deseo humano es múltiple. Hombres y mujeres vivimos en un mundo en el que el deseo circula permanentemente. Somos sexuados, el deseo está siempre en el encuentro con el otro. El problema, es elegir.
Indudablemente, no todas las situaciones son iguales. No es lo mismo la infidelidad ocasional producto de una coyuntura particular, que la de aquellas mujeres que llegan a hacer de la relación permanente con un tercero una parte del equilibrio de su vida afectiva. El otro eje, vinculado con el “con quién” va desde el encuentro furtivo con un señor anónimo hasta la relación con alguien muy cercano a la pareja. Obviamente, no tienen el mismo significado psicológico un oculto compañero de oficina que el mejor amigo del marido.
Será, en ocasiones, una búsqueda personal guiada por la esperanza de reparar heridas a veces actuales, a veces infantiles; en otras será un penoso mensaje cifrado dirigido a la pareja, pero, en todos los casos, la infidelidad revela, por debajo de su barniz libidinal y su apariencia “divertida”, una historia de dolor, temor o frustración, impulsada por ese fogonero incansable, el deseo.
Resulta claro que no es sencillo ser fiel. No basta con las promesas: esa fidelidad, la de los juramentos, tiene que ver con aspiraciones ideales. Hay, en cambio, otra fidelidad cotidiana, trabajosa e imperfecta, que se construye día a día entre dos personas a partir del amor, la tolerancia y el entendimiento sexual. Por ello, la fidelidad no se jura ni se reclama: se obtiene. Cuando se llegue a ella como un logro de la pareja, les dará bienestar; cuando sólo se sostenga por sometimiento o prejuicio, el deseo y el dolor abrirán las puertas a los terceros.