Aquel 9 de octubre de 1967 Guevara había pasado una muy mala noche, alojado en una sala de la humilde escuela donde iba a ser asesinado, herido en una pierna el día anterior, cuando intentaba escapar de la cacería a la que fue sometido en plena selva boliviana por dos millares de militares.
No sólo aquella noche había sido mala: en los últimos meses el comandante y sus 15 hombres y una mujer -Tamara Bunke- habían pasado hambre y sed con 40 grados de calor sobre sus espaldas encorvadas y débiles, cubiertas por andrajos que alguna vez habían sido uniformes guerrilleros. “Mitigamos la sed con panes de caracoré (una variedad de cactus autóctona), que es más bien un engañito a la garganta”, escribió el Che, para entonces con no más de 50 kilos de peso, en su diario de viaje.
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En esas condiciones fue atrapado en la zona de la Quebrada del Churo y llevado a la escuela de La Higuera junto con dos de sus compañeros de armas: el sindicalista minero boliviano Simeón Cuba, alias Willy, y el dirigente comunista peruano Juan Pablo Chang. El sargento Terán fue el elegido para cumplir la ejecución “con disparos por debajo del cuello para que parecieran heridas en combate”, según la brutal admisión de Félix Ismael Rodríguez, el agente de la CIA y reconocido anticastrista que supervisó la persecución del grupo rebelde y constató la muerte del guerrillero.